Populismo y Tecnocracia.- Puntos de vista. - 18 - 10 - 2020.-
El inquietante parentesco entre populismo y tecnocracia
Loris Zanatta.Italiano.-
PARA LA NACION.- 13 de junio de 2019.-
La crítica de Bolsonaro a las humanidades, oculta el rechazo a la mediación política, propia de la democracia, de quienes ponen al "pueblo" o a la ciencia como fuente de autoridad absoluta.-
BOLONIA.- El ataque de Jair Bolsonaro al estudio de las humanidades ha provocado reacciones vehementes en Brasil y en la comunidad académica mundial. Es el intento de un gobierno "fascista", se ha dicho, de pisotear "el pensamiento libre" en nombre de la "tecnocracia", del infame "neoliberalismo". Dejando de lado los términos "fascista" y "neoliberal", siempre utilizados sin que venga al caso, la protesta está cargada de razón; y está porque el gobierno brasileño ha pretendido imponer un cause ideológico, desatar una caza de brujas, para destruir al "enemigo", purgar la escuela y excomulgar a los herejes.
Lo mismo ocurre con todos los populismos. Movidos por su furia redentora, con el pretexto de encarnar "Dios encima de todos", de representar el pueblo elegido; reducen la complejidad del mundo a dos opciones: NOSOTROS O ELLOS, bien o mal, verdad o error. De ahí que en nombre de la paz desaten la guerra; antes que el amor, el odio. Los jóvenes han hecho bien en salir a la calle, a pesar de sus argumentos a menudo infantiles e inconsistentes, porque la política no se hace así; no es así como funciona la democracia.
Dicho esto, el episodio es instructivo y conduce a consideraciones más generales sobre la naturaleza del populismo, sus efectos, su relación con la tecnocracia, sus afinidades electivas. Lo primero que vemos, es la invocación de absolutos morales: -Dios, el pueblo-; o científicos -la eficiencia, la producción-. El populismo pretende imponer, ante la dialéctica política, una verdad preestablecida, un axioma indiscutible. Así,lo que debería ser un debate racional entre una multiplicidad de actores, se convierte en una guerra religiosa entre los que creen poseer la verdad y los que la niegan.
Ese es el primer efecto del populismo, es el populismo mismo. Es eso que impide hablar del tema de forma pausada y racional, como correspondería hacerlo. En Europa se ha hecho durante décadas, porque es conocida la tendencia de los jóvenes de los países latinos a cultivar los estudios humanísticos y los jóvenes de los países nórdicos, dedicarse a los estudios técnicos y científicos. Hoy en día, los países debaten cómo incentivar a más chicas a que elijan las ciencias duras. ¿Significa esto que un joven danés o alemán tiene menos espíritu crítico que un brasileño o un español que hayan estudiado sociología o filosofía? Tengo mis dudas. Pero el punto es que en democracia se habla, se debate, se exponen criterios y argumentos y las posiciones nunca son dos: son muchas.
La decisión final recompensará a aquellos que hayan sido más convincentes, con el resultado del compromiso entre diferentes aportes. Bolsonaro, al contrario, se condujo como lo que es: un elefante en un bazar. Afortunadamente, en Brasil la gente se puede manifestar, hay una prensa libre, hay un Congreso: ¡de qué fascismo hablan! En algo ya ha tenido que dar marcha atrás.
¿Populismo opuesto a la Tecnocracia?.
Esta reflexión lleva a otra: ¿qué tienen en común el populismo y la tecnocracia? Para muchos, son los polos opuestos de nuestro mundo: el populismo sería la absolutización de la política, la politización absoluta de la soberanía popular; la tecnocracia, a la inversa, sería la negación de la política en nombre de la ciencia y de sus leyes. ¿Será así? En absoluto: estos términos y conceptos son, en realidad, gemelos diferentes que comparten rasgos genéticos fundamentales. El más evidente de esos rasgos es el rechazo de la mediación política, típica de las democracias liberales: el pueblo o la ciencia otorgan al poder una autoridad absoluta e indiscutible que ninguna institución intermedia tiene derecho a limitar o disputar.
Como tal, tanto el poder populista como el poder tecnocrático pretenden apoyarse en un absoluto moral previo al pacto político: la soberanía del pueblo, la verdad de la ciencia. Ambos poderes se consideran un todo que trasciende las partes. De ahí sus impulsos antipolíticos: la política, entendida como el terreno neutral donde los diferentes miden fuerzas e ideas, como un escenario cuyas reglas y procedimientos aseguran a todos la igual dignidad y libertad, es para ellos un obstáculo indebido para la afirmación de la verdad y de la voluntad general. Como tales, ambos son también enemigos de la democracia liberal, que tiene su fundamento en su naturaleza procedimental y en su negación de todo dogma apriorístico.
Todo esto puede sonar abstracto, abstruso, fundado en el aire. Mejor será explicarlo comparando el pensamiento de Bolsonaro con su opuesto: el castrismo. Bueno, ningún régimen como el de Castro, un caso de populismo real, ha adoptado medidas tan similares a las que hoy pretende imponer el gobierno de Bolsonaro en nombre de la tecnocracia: ¡cuántas afinidades entre un populismo tecnocrático y una tecnocracia populista! ¿Curioso? ¿Casual? ¿Extravagante? De ninguna manera: lógico. Ambos sistemas esquivan la política en nombre de una verdad absoluta: la escuela burguesa, decía el viejo Fidel, da "mil explicaciones, o sea ninguna"; la escuela cubana debe enseñar "la verdadera explicación" de todos los problemas; evangelizar".
¿Fidel Castro el Modelo?.
Como ningún Congreso ni prensa libre le ponía límites, Fidel superó con creces a Bolsonaro: "El sistema escolar, dijo, tan pronto llegó al poder, debe cambiarse "por completo": necesitamos técnicos, no humanistas". Y así lo hizo: "impuso a los cubanos los estudios universitarios que reclamaba "la patria".
No se trata de que los cubanos tengan más vocación que otros para la medicina, la ingeniería o la biotecnología, sino que generaciones enteras fueron obligadas a comer lentejas o dejarlas.
¿Las ciencias humanas? A Fidel nunca le interesaron excepto como instrumento de catequesis ideológica: odiaba a los intelectuales. Descuidó las humanidades, las postergó, las reprimió; pocos en el mundo se dieron por enterados. Como para Bolsonaro, para él también la parte debía estar subordinada a la totalidad, el individuo a la comunidad, la pluralidad a la unanimidad. No se puede vivir "por la libre", decía; "hay que ser algo de algo". ¿Su finalidad? "Crear el productor"; doce grados escolares debían servir para aprender "cómo usar las máquinas", no para sembrar pájaros en las cabezas. Bolsonaro no podría decirlo mejor. Un día, podrían cantar a coro: "El gobierno de las personas será reemplazado por la administración de las cosas"; Engels dixit. Adiós a la política, adiós a la democracia.
Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
Por: Loris Zanatta
Democracia y populismo. Reflexiones
Sobre la distinción entre democracia y populismo.
18 - 10 - 2020.-
La Universidad de Princeton, bajo la dirección del profesor Jan-Werner Müller, organizó un seminario sobre el populismo con algunos de los mayores expertos en la materia. Rescatamos estas tres ponencias, editadas para la revista, que discuten entre sí una definición de populismo y sus diversos avatares históricos.
John P. McCormick.- 07 - abril- 2012
Émile Durkheim dijo alguna vez que el socialismo fue el “grito de dolor” de la sociedad moderna. El populismo es, entonces, el “grito de dolor” de la democracia moderna y representativa. El populismo es un acontecimiento inevitable en regímenes que se adhieren a los principios democráticos pero en donde, en efecto, la gente no gobierna.
El populismo pone a las ciudadanías democráticas en una situación peculiar: su búsqueda de políticas que reflejen mejor o sean más fieles a las preferencias e intereses de la propia ciudadanía de lo que lo hacen las instituciones representativas está en manos de individuos o partidos que en realidad “representan” a la gente de maneras muy tenues. El populismo casi nunca desemboca en leyes, políticas o instituciones a través de las cuales se otorga poder a la gente para que sean ellos quienes se gobiernen directa y sustancialmente. Si sucede que los líderes populistas ejercen políticas públicas que benefician a la mayoría de los ciudadanos, esto depende completamente de la competencia y la buena voluntad de esas élites, que las más de las veces demuestran ser muy poco desinteresadas y muy incompetentes.
En una democracia, la gente gobierna. “La gente” constituye una ciudadanía que se extiende a través de la población para incluir a gran cantidad de individuos que podrían definirse propiamente como pobres. (Por eso los antiguos críticos de la democracia la describían despectivamente como “el gobierno de los pobres”.) La gente “gobierna” a través de:
(1) asambleas legislativas abiertas a todos los ciudadanos,
(2) magistraturas ejecutivas distribuidas por sorteo y
(3) cortes políticas compuestas de grandes subgrupos de ciudadanos elegidos al azar. En las asambleas democráticas, cada ciudadano tiene la facultad de proponer y discutir la ley, y las decisiones finales acerca de ellas se deciden con un voto mayoritario. Todo ciudadano deseoso y capaz de ejercer algún puesto público puede incluir su nombre en los sorteos políticos para designar a los magistrados. Los exmagistrados y, en realidad, cualquier ciudadano, pueden ser acusados por cualquier otro ciudadano y juzgados ante jurados de sus pares por ofensas que amenacen o minen a la democracia.
Obviamente esta descripción estilizada de una democracia se deriva de las constituciones de las democracias antiguas, en especial la de Atenas.[1] Entre más se desvía un régimen de las prácticas de legislar a través de la acción popular directa, y de la distribución aleatoria de la autoridad judicial y ejecutiva entre los ciudadanos, menos democrático será.[2] Las repúblicas electorales modernas son más democráticas que las democracias antiguas porque le han otorgado ciudadanía a una gran cantidad de pobres, les dan todos los derechos a las mujeres y (con el tiempo) prohibieron la esclavitud.[3] Pero son mucho menos democráticas porque sustituyen al gobierno directo con la representación, a la lotería con elecciones y dejan en manos de jueces profesionales y otros funcionarios, en lugar de políticos amateurs entre los ciudadanos, la labor de castigar a los funcionarios públicos por ofensas políticas.[4] Una democracia moderna tiene más demos y mucho menos kratos que su contraparte antigua; incluye dentro de la ciudadanía a una proporción mucho mayor de la población, pero el poder político que le otorga es mucho menos robusto que el que daba, digamos, la democracia ateniense.
Populismo se refiere a un movimiento caracterizado por la movilización popular pero nunca por el gobierno popular; tiende a manifestarse fuera de las instituciones de gobierno, a través de las actividades de asociaciones civiles, organizaciones sociales y manifestaciones masivas. El populismo es “popular” en su génesis y en su intención: grandes cantidades de individuos (aunque no siempre la mayoría de la población) se unen en torno a una preocupación o un programa cuyo fin es siempre visto como benéfico para la mayoría de la gente. Una diferencia crucial entre populismo y democracia es que el primero en última instancia le encarga a un líder individual o a un partido político la puesta en práctica o el ejercicio formal de las políticas públicas perseguidas o buscadas por el movimiento. En una democracia, en cambio, la gente decide.
Así, cuando los críticos señalan la demagogia como un peligro endémico tanto para la democracia como para el populismo, están confundiendo dos estados de cosas distintos. El demagogo populista exitoso llegará al puesto público y personalmente echará a andar el programa apoyado por los miembros del movimiento que dirige (por ejemplo Mussolini o Lenin), o usará su prestigio y capital político para presionar a otros funcionarios públicos que no están afiliados a su movimiento para hacer eso en favor de él y de su movimiento (por ejemplo Martin Luther King o Gandhi). El demagogo demócrata, por otro lado, intentará persuadir a la asamblea popular formal para que elija políticas que ostensiblemente beneficien a la gente (por ejemplo Pericles, Alcibíades o Cleón). En una democracia, entonces, la responsabilidad última respecto de las leyes y políticas resultantes recae en las decisiones de la gente, y no, como en el populismo, en las decisiones de las élites que actúan (de segunda o tercera mano) a nombre de la gente.
En este sentido, el populismo no existía en las democracias y repúblicas democráticas de la antigüedad. Tiberio Graco pudo haber derrocado a un tribuno obstruccionista para permitir que la ciudadanía romana votara a favor de las reformas agrarias que él proponía, pero finalmente fue el populus Romanus quien aprobó dicha legislación. Por el contrario, los “plebeyos” de las repúblicas modernas dependen por completo de agentes que negocian en su nombre políticas que garanticen mayor equidad (como los sindicatos laborales en las democracias occidentales) o para destruir y reconstruir los acomodos institucionales existentes para alcanzar así la igualdad (como los partidos comunistas del siglo XX en Rusia y China). Ejemplos notables de los movimientos populistas incluyen el jacobinismo en la Francia revolucionaria, el movimiento cartista en la Gran Bretaña del siglo XIX, los bolcheviques y el fascismo en Rusia e Italia en el siglo XX y el People’s Party en la última década del siglo XIX en Estados Unidos. Hoy, el término se aplica por lo general al chavismo en Venezuela, los partidos de extrema derecha en Europa y el Tea Party en Estados Unidos.
El populismo es el otro lado de la moneda de las políticas normales en las repúblicas electorales. Estas últimas son especialmente propicias para instalar en puestos públicos a funcionarios que se inclinan por garantizar que la equidad política formal, en tanto esté presente, no se traduzca de facto en una equidad socioeconómica. Dado que, o bien las elecciones las protagonizan funcionarios públicos que son personalmente acaudalados, o bien se requiere tal cantidad de dinero para que una campaña electoral sea exitosa que el funcionario público está atado a los intereses financieros que lo respaldaron, las repúblicas electorales con frecuencia son descritas correctamente como democracias oligárquicas. Las democracias antiguas recurrían a una tregua informal entre los ciudadanos ricos y pobres que proponía que el demos no “anegaría a los ricos” a través de acuerdos institucionales –siempre y cuando los ricos no usaran sus vastos recursos económicos y su prominencia pública para minar la igualdad política–.[5] Las democracias electorales, por el contrario, hacen cumplir esta tregua estructuralmente y de forma que favorece, en condiciones normales, a los ciudadanos ricos de manera totalmente desproporcionada.[6]
Por eso, cuando los ciudadanos pobres dentro de las repúblicas electorales se sienten amenazados por las ventajas económicas de los ricos, se involucran con el populismo de izquierda para influir así en los resultados de una maquinaria política que no les es dado controlar directamente. Cuando el populismo ha logrado influir en la creación de condiciones de relativa igualdad socioeconómica que pueden fundamentar la igualdad política formal (como sucedió en Europa occidental después de la primera y la segunda guerras mundiales), las élites socioeconómicas responden por lo general creando movimientos populistas de derecha que buscan contrarrestar o erradicar estos logros igualitarios. Invocan aspectos culturales, étnicos o religiosos presentes en la identidad nacional para así intentar apelar a los compromisos de los ciudadanos pobres que estarán enfrentados con los deseos de igualdad política y socioeconómica que estos mismos ciudadanos tienen. Por lo común, en circunstancias como esas, a los principios de “libertad” e “igualdad” se les dan inflexiones culturales, no políticas o económicas. Las élites apelan a los lazos afectivos no económicos de la ciudadanía, o a su miedo a las “amenazas extranjeras” (generadas doméstica o internacionalmente) para reconstruir la solidaridad nacional basada en otra cosa que no es la igualdad política ni económica. Por ello, los críticos señalan que el Tea Party estadounidense no es un fenómeno que surge desde las bases –grass-roots– sino un fenómeno de “pasto sintético”,[7] o que el fascismo o los movimientos recientes de extrema derecha en Europa han sido y son movimientos de las élites mucho más que lo que fueron el sindicalismo europeo o el comunismo (movimientos que en gran medida fueron guiados por las élites).[8]
Los ejemplos antes mencionados sugieren que la enemistad política es más intensa dentro de los movimientos populistas que dentro de los regímenes genuinamente democráticos. El demos o los plebeyos de la antigua Atenas o Roma veían, respectivamente, a los oligarcas o a los patricios entre los ciudadanos con profunda sospecha y escrutaban su comportamiento con intensidad. Pero, quizá porque tenían acceso directo a los mecanismos de gobierno, los ciudadanos comunes no se veían en la necesidad de hacer a sus adversarios sus enemigos declarados, como sucede frecuentemente en los movimientos populistas: por ejemplo, los jacobinos contra los “aristócratas” o émigrés; los comunistas y fascistas contra la “burguesía”; los nacionalsocialistas contra los “judíos” y los “bolcheviques”; y el Tea Party contra una clase política intelectual y amorfa, definida como “elitista, liberal”.
Esta intensidad, y en muchos casos estupidez, puede ser atribuida a la frustración natural que sienten los ciudadanos dentro de las repúblicas electorales, las cuales suponen, como dijo Madison con orgullo, “la total exclusión de la gente en su capacidad colectiva de cualquier participación” en el gobierno.[9] Como señaló Maquiavelo, las acusaciones de extremismo e inconsistencia que los críticos aristocráticos lanzan contra la gente tienen menos cabida en circunstancias en las que la gente es la que juzga los asuntos políticos. La gente puede pedir todo tipo de ridiculeces cuando se le excluye del gobierno (como pedir la muerte de todos los miembros de la aristocracia), pero decide responsable y correctamente, afirma Maquiavelo, cuando tiene el poder de decidir; con mucha mayor responsabilidad y acierto que las élites cuando tienen poderes similares.[10]
En el campo de la justificación teórica, Carl Schmitt y V. I. Lenin son quizá los partidarios intelectuales más prominentes de lo que yo llamo populismo.[11] Schmitt insistió en que la mejor manera de ejercer la voluntad de la gente era con un ejecutivo elegido plebiscitariamente (por ejemplo el Reichspräsident de la República de Weimar), o un líder de partido “aclamado” popularmente y que haya sido capaz de imponer “homogeneidad” a todo el Volk alemán (por ejemplo Adolf Hitler). El “centralismo democrático” de Lenin legitimaba de manera similar la propuesta del partido comunista de gobernar a nombre del proletariado ruso. Las formas progresistas del populismo, como las que surgieron en el cambio de siglo en Estados Unidos o en el movimiento sindicalista de Europa occidental en el siglo XX no tuvieron a sus “grandes teóricos”.
Quizá por razones similares, la democracia antigua no tuvo muchos partidarios intelectuales entre los filósofos e historiadores. Aristóteles es el más grande analista “objetivo” de la democracia antigua, y, como mencioné hace un momento, Maquiavelo –no Jean-Jacques Rousseau[12]– es el partidario moderno más clamoroso de las instituciones y prácticas que se asemejan a la democracia antigua.[13] Maquiavelo apoyaba las grandes asambleas donde todos los ciudadanos, sin importar su origen ni su riqueza, podían iniciar, discutir y decidir acerca de las leyes, así como juzgar el destino de los ciudadanos acusados de crímenes políticos. Más aún, recomendaba que hubiera puestos, como los de tribunos de la plebe, a los cuales a los ciudadanos prominentes o acaudalados no les fuera permitido acceder, ya que tenían poderes de veto importantes, así como autoridad legislativa y judicial. Si estas magistraturas en función de la clase social no distribuían los puestos públicos tan ampliamente entre los ciudadanos comunes como los sorteos atenienses, por lo menos los distribuirían mejor de lo que lo hacen las democracias representativas modernas.
Permítanme ofrecer una idea a manera de conclusión que espero será menos trivial de lo que parece. Mientras que es preferible en términos normativos una democracia en la que la gente en efecto se gobierna a sí misma por encima de casi todas las formas del populismo, alguna variante de este último debería ser absolutamente necesaria para hacer que las repúblicas electorales modernas sean más democráticas verdaderamente. Un fenómeno político en el que la gente no gobierna es, paradójicamente, indispensable para la creación de regímenes políticos contemporáneos en los que la gente en efecto lo haga. ~
Cambalache de Homero Manzi. 1934- Su influencia nacional.-17 - 10 - 2020.-
Historia de la Canción: CAMBALACHE.
de Homero MAnzi. -1934-.
La canción fue originalmente compuesta durante la Década Infame a la que denuncia en sus letras. A partir de 1943 en el marco de una campaña iniciada por el gobierno militar que obligó a suprimir el lenguaje lunfardo, como así también cualquier referencia a la embriaguez o expresiones que en forma arbitraria eran consideradas inmorales o negativas para el idioma o para el país, incluyó al tango Cambalache dentro de los censurados para su difusión radiofónica.2
Las restricciones continuaron al asumir el gobierno constitucional el general Perón y en 1949 directivos de Sadaic le solicitaron al administrador de Correos y Telecomunicaciones en una entrevista que se las anularan, pero sin resultado. Obtuvieron entonces una audiencia con Perón, que se realizó el 25 de marzo de 1949, y el Presidente, que afirmó que ignoraba la existencia de esas directivas, las dejó sin efecto.
Si bien la canción tuvo un origen y un contexto en su creación, su letra denunciando los males de su sociedad la transforman en un tema universal y aplicable a cualquier país del mundo; además que al representar a la sociedad humana de siempre será un tema vigente en cualquier época.
En la letra se menciona junto a los próceres San Martín y Napoleón a algunos personajes reales y otros ficticios: Stavisky fue un financista y estafador que se suicidó en 1934, don Bosco fue un sacerdote, educador y escritor italiano del siglo XIX que fundó la Congregación Salesiana, don Chicho era el apodo de Juan Galiffi, fue un conocido mafioso de Argentina y Carnera alude al boxeador italiano consagrado campeón mundial el 29 de junio de 1933.
Sobre "la Mignon" o "la mignon" hay varias hipótesis: para algunos se trata de la voz francesa “mignonne” entendida como querida o amante, para otros se refiere a un personaje de Goethe, una niña raptada que es obligada a cantar, bailar y divertir, que aparece en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister así como en una ópera de Ambroise Thomas (1866).
La siguiente versión de "Cambalache" es la más popular, pero no la única, hay muchas según la época. Así en la grabación que hizo el cantante Julio Sosa con la orquesta de Armando Pontier en 1955 reemplazó la expresión "el que vive de las minas" por "el que vive de los otros" y en lugar de "Mezclaos con Stavisky van don Bosco y la Mignon, don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín" cantó "Mezclaos con Toscanini van Scarface y la Mignon, don Bosco y Napoleón, Carnera y San Martín".-
Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil también; que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafáos, contentos y amargaos, valores y dublé. Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente ya no hay quien lo niegue, vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos.
Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. ¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor! No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao... Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que si es cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón.
¡Pero que falta de respeto, qué atropello a la razón!
¡Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón! Mezclaos con Stavisky van don Bosco y la Mignon, don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín. Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se ha mezclao la vida, y herida por un sable sin remache ves llorar la Biblia contra un calefón.
Siglo veinte, cambalache, problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil. ¡Dale nomás, dale que va, que allá en el horno nos vamo a encontrar! ¡No pienses más, sentate a un lao, que a nadie importa si naciste honrao! Es lo mismo el que labura noche y día como un buey que el que vive de los otros, que el que mata o el que cura,o está fuera de la ley.
Letra de Enrique Santos Discépolo. -1934-
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