Mundos íntimos.Juan Pablo Abraham.
Clarín.22/11/2O25
Teníamos un bar de pueblo. Mi madre quiso para mí otro futuro, pero allí supe de un mundo que no está en los libros
Mandato. “Estudiá, solo estudiá”, le decían. Lo hizo y le fue bien. Aún recuerda, sin embargo, a aquellos hombres que tomaban una ginebra, quizás derrotados, pero obstinadamente de pie.
Mundos íntimos. Teníamos un bar de pueblo. Mi madre quiso para mí otro futuro, pero allí supe de un mundo que no está en los librosHoy. Académico y editor, Juan Pablo Abraham no olvida sus raíces y encuentra en ellas vivencias duras de gente cuya vida tampoco era sencilla.
Hoy doy clases y trabajo en una editorial universitaria. Pero hubo un tiempo en que eso parecía imposible, sobre todo teniendo en cuenta un acontecimiento que cambió mi vida para siempre.
Un ruido que no entendíamos
No recuerdo la hora exacta, pero sí el año: 1994. Tenía catorce años y aquella tarde parecía no avanzar. Mi hermano José y yo estábamos en casa, en Noetinger; habíamos cenado y esperábamos. Hacía más de un mes que no veíamos a nuestros padres, que se habían ido de urgencia a Buenos Aires porque mi padre tenía una molestia en la garganta.
Cuando finalmente se abrió la puerta, mi madre apareció, mezclando alivio y cansancio en un abrazo rápido. Detrás, mi padre. Extendió los brazos, y sonrió sin decir palabra. Ya no podía hablar. Habían extirpado su laringe por un tumor; respiraba por un agujerito en la garganta.
Cambiar el destino
El silencio se desplegó como una manta gruesa. Supe entonces que algo cambiaría para siempre. Porque cuando un hombre pierde la voz, todo lo demás se complica. Para mi padre, albañil, significó quedarse sin trabajo. Nos acostumbramos poco a poco a esa nueva manera de comunicarnos, pero yo extrañaba su voz anterior. A veces, en sueños, lo escuchaba hablar como antes. Pero con el correr de los años se fue desvaneciendo de mi memoria.
Junto a la alegría de tener a mi padre con nosotros llegaron los problemas: los ataques de tos, las asfixias, y sobre todo, la necesidad de un ingreso. Mi abuelo cedió la parte delantera de su casa, que estaba a menos de cien metros de la mía, para que abriéramos un bar.
No era un bar de ciudad: no había carteles luminosos, ni barra de acero. El piso tenía baldosas negras y marrón claro que formaban cuadros de ajedrez; las paredes, marrón rojizo hasta el cuello y un blanco gastado que llegaba hasta el techo, con manchas de humedad que se notaban aún más cuando llovía. La ventana dejaba pasar una luz tenue, la puerta mostraba siluetas borrosas tras su vidrio opaco, un mostrador con cuerina negra que mi padre consiguió de alguna manera, y en el cual nos sujetábamos todos para mantenernos a flote como familia.
Recuerdo las botellas de vino blanco, su olor agrio y dulce, el fuentón donde lavábamos copas, la astucia de mi abuelo rebajando la ginebra. Recuerdo luego a mi padre arrastrándome detrás del mostrador en alguna pelea, mi brazo entre sus manos firmes.
Reunión en el bar familiar: con el perro blanco y negro, Juan Pablo Abraham. Con el perro marrón y blanco, su hermano José. Sentado, de sweater bordó, su padre y el “viejito” Retamosa a quien invitaban a comer los domingos porque estaba solo. De pie y de sweater cerrado azul, su madre.Reunión en el bar familiar: con el perro blanco y negro, Juan Pablo Abraham. Con el perro marrón y blanco, su hermano José. Sentado, de sweater bordó, su padre y el “viejito” Retamosa a quien invitaban a comer los domingos porque estaba solo. De pie y de sweater cerrado azul, su madre.
A ese bar iban peones, jubilados, paisanos del norte, algún escapado de la justicia. Llegaban a descansar, a olvidarse, o simplemente porque allí los recibíamos. Al pasar, todavía puedo nombrar al viejito Retamosa, que invitábamos a almorzar los domingos porque estaba solo, copa de vino en mano, con la mirada calmada perdida en el piso; a Pucheta, correntino, ordinario, que entraba con pasos largos y desalineados y soltaba una risa grave, una voz cavernosa; y a Fatiga, con la panza prominente, siempre astuto, atento a sacar ventaja de cualquier situación.
Recuerdo estar a los catorce años rodeado de hombres que, por un viejo rencor o palabra desubicada, se levantaban de golpe, empujaban sillas, empezaban a pelear. Una vez, uno pasó un cuchillo por la frente de otro: abrió una herida larga y profunda, sin llegar a matarlo.
Juan Pablo con su profesor Sami Farag en la Universidad de Siegen, Alemania.Juan Pablo con su profesor Sami Farag en la Universidad de Siegen, Alemania.
Luego de ese suceso mi padre comenzó a pedirles que dejaran los cuchillos sobre el mostrador antes de sentarse, y los guardaba en un cajón. Yo rescataba con mis catorce años a hombres ebrios, boca abajo, casi ahogados en el barro, y los llevaba a sus casas, los recostaba en sus camas. Al día siguiente los veía como si nada, bebiendo otra vez.
Todo eso me enseñó, de golpe, la responsabilidad de crecer antes de tiempo. No era el mejor lugar para un chico de esa edad, pero nos daba de comer.
Entre 1994 y 1998, mis padres empezaron a organizar cenas para los compañeros de trabajo de mi madre, preceptora y docente en una institución del pueblo. Ellos llegaban, apurados, para solidarizarse. Recuerdo la tele encendida, algún programa de juegos, el profesor de inglés compitiendo con el de química, ambos buscando responder primero, riéndose y jugando.
Mi mundo era ese: bebía de múltiples fuentes. Hombres que apenas se sostenían en pie, buscando alivio o un olvido; y, al mismo tiempo, profesores que llegaban a cenar, con ropa limpia, modales medidos, cultura media. Yo caminaba entre ambos mundos, observando, aprendiendo de todos. Pero no era mi vida; era la de ellos. Yo tenía mis propias inquietudes. Por aquel entonces aprendía guitarra, escribía poesía, componía alguna canción. Quería trazar mi camino, quería saber qué traería otra ciudad, otra gente.
Mi madre temía mucho que no siguiéramos estudiando, pero más aún que quedáramos atrapados para siempre en el bar sin otra posibilidad para nosotros. Al terminar el secundario, en 1998, el objetivo era claro: estudiar una carrera universitaria. En el pueblo no había ninguna. Viajar era costoso, había que alquilar un departamento en otra ciudad, y al mismo tiempo seguir ayudando a mi padre en el bar. No era obligación impuesta, pero yo sentía que debía hacerlo.
Mi madre y yo comenzamos a leer folletos de propuestas académicas. Conseguimos una beca municipal y me anoté en Administración de Empresas, en la Universidad Nacional de Villa María, a cien kilómetros de Noetinger. A pesar de mis inclinaciones humanísticas, decidí no hacerles caso, convencido de que necesitaba una salida inmediata, y postergué mis deseos más profundos.
Así llegó el día de irme. Recuerdo la luz filtrándose entre los árboles del Prado Español, frente a casa, mientras mi madre me seguía con la mirada, inmóvil en la puerta. Recuerdo el motor del colectivo alejándose del pueblo, el murmullo de la ciudad despertando en la terminal de destino, aulas repletas de estudiantes, el olor de una olla con fideos sobre la mesa de pensión, fotocopias abiertas bajo la luz amarilla del velador. Por la noche, recuerdo la cabina de teléfono en donde marcaba el número de casa y escuchaba su voz, la de mi madre, siempre calma: “Estudiá, solo estudiá”.
La carrera me costaba. Pero me empeñé. Me discipliné. Aprendí contabilidad, cálculo de intereses, y mucho más. Trabajaba esporádicamente en una verdulería, tiempo después en un estudio jurídico… y los viernes volvía al bar, entre las mismas mesas, las botellas, las voces conocidas, mientras mi mente ya corría hacia otros objetivos.
No estaba solo. Muchos estudiantes del interior hacían lo mismo: algunos con más dinero, otros con menos, todos con la misma urgencia de construir un futuro. Éramos pobres, no marginados. Encontrábamos caminos para nosotros, pero los obstáculos eran reales.
Algunos compañeros tuvieron que abandonar por no contar con otra ayuda, por estar solos. Otros eligieron caminos más cortos, aprendieron un oficio, buscaron otra salida. Yo no podía detenerme. Me lo había prometido a mí mismo, se lo había prometido a mis padres. En mis manos tenía una sola carta, y debía jugarla con esfuerzo, con trabajo constante.
Con el tiempo, los viajes a casa se reducían a cada dos o tres semanas. Cuando regresaba, el bar me recibía como siempre: ayudaba detrás del mostrador, ganaba alguna moneda, escuchaba las mismas historias, veía los mismos rostros. Todo estaba en su lugar, pero yo ya no. Mi cuerpo estaba allí, entre las mesas y su gente; mi mente, flotando hacia caminos distintos.
Con los años llegó mi primer título: Técnico Universitario en Administración. Pero yo ya había iniciado otra carrera, la de Letras, buscando otro rumbo, nuevos objetivos. Letras me devolvía aquel amor por la escritura, las palabras, aquella inclinación temprana por los sonidos. Luego estudiaría en Alemania y cumpliría otro de mis grandes sueños. Pero lo cierto es que, para entonces, algo estaba por cambiar. No lo sabíamos todavía, pero un hecho importante pondría fin a todo aquello que habíamos construido durante años.
Y ese momento llegó cuando mi padre y sus hermanas tuvieron que vender la propiedad donde funcionaba el bar, ese refugio que nos había sostenido durante años. Así se cerró un capítulo que marcó mi historia para siempre. Y durante más de veinte años no pude —aunque lo deseara— volver a pisar su vereda. No es fácil volver a esos lugares que marcan tu vida de una vez y para siempre.
Pero hace apenas unos meses decidí caminar hacia el bar. Crucé la vereda con la misma edad que tenía mi padre cuando él se enfermó, y la coincidencia me dejó un poco descolocado. Todo parecía haberse detenido y, al mismo tiempo, moverse con lentitud. La puerta, la ventana, hasta las baldosas ajedrezadas mantenían un pulso que yo había olvidado.
Golpeé la puerta, quería entrar, pero nadie abrió. Caminé alrededor por el tejido de la perimetral; ya no estaban las plantas de higo ni de granadas, pero sí el aljibe donde alguna vez tomé agua dulce de lluvia. Respiré el aire cálido, recordando noches de silencio y colillas en el piso, las voces y los pasos que llenaban el bar.
Volví al frente. Me detuve frente a la ventana. Todo estaba en su lugar y, sin embargo, yo ya no. Algo de mí se había quedado allí, entre el mostrador y las mesas. Caminé de regreso a casa, con el aire de la tarde sobre los hombros.
Y mientras regresaba supe que aquel bar había sido una especie de aprendizaje precoz sobre el sufrimiento. Entre esos hombres descubrí la soledad, la derrota, y una forma obstinada de seguir de pie pese a todo. No lo sabía entonces, pero fue allí donde empecé a entender algo del dolor humano, de sus silencios y de lo que cada quien necesita para no derrumbarse. Allí entendí que incluso la voluntad más fuerte choca contra límites que no se eligen, y que la vida no premia al que más se esfuerza, sino al que está acompañado. Y ellos estaban solos. Absolutamente solos.
Nadie abrió la puerta de lo que había sido el viejo bar, y sin embargo sentí que todo lo vivido en aquel tiempo todavía estaba conmigo, como si las manos invisibles que construyeron mi camino siguieran ahí, silenciosas pero firmes, tejiendo las historias que realmente valen la pena contar. La mía, la de tantos otros.
Sobre la firma
Juan Pablo Abraham
Juan Pablo Abraham nació en Noetinger, Córdoba. Se graduó en Administración y luego se orientó hacia las palabras, licenciándose en Lengua y Literatura. Vivió en Alemania con una beca del DAAD y desde entonces el alemán forma parte de su vida: lo traduce y lo enseña. Es autor de dos libros de poemas titulados La soledad del pan y Con mis manos dormidas, y trabaja como editor y traductor en Eduvim (UNVM). Recibió una mención en el Premio Paula de Roma 2025 de la Universidad Nacional de Córdoba en la categoría Traducción de poesía inédita. Disfruta leer y, sobre todo, compartir tiempo con sus hijas.
Bio completa
Familia Gómez Recio. Revista de Historia de Rosario y Región.-15-11-25-
Gómez Recio: familia troncal del Pago de los Arroyos por Sebastián Alonso.
Publicado en “Anales del Círculo de Comunicadores de Rosario y la Región”, Año 2O2O, págs. 6 y 7. Director: Prof. Néstor Francisco Matar.
Una gran región -que se extendía desde la orilla norte del río Carcarañá hasta el arroyo de las Hermanas al sur, parte integrante de la Gobernación de Buenos Aires creada en 1617- comenzó, alrededor de 1672, a ser conocida como paraje de los Arroyos y luego como Pago de los Arroyos. Esta región fue dividida en diversas mercedes con el correr del tiempo: una franja al sur le fue otorgada a Alonso Fernández Montiel en 1602; la parte norte le fue adjudicada a Martín de Vera y Aragón en 1656 y, al sur de ésta, una fracción fue dada a Antonio de Vera y Mujica en 1676. Finalmente, la fracción sobrante -ubicada entre el arroyo Salinas o Ludueña y el arroyo del Animal, hoy Frías- fue otorgada por merced en 1689 a favor del vecino de la ciudad de Santa Fe el Capitán Luis Romero de Pineda. El 27 de diciembre de 1689 Romero de Pineda tomó posesión a título de dueño de las tierras que, por merced de Su Majestad el Rey, le fueron entregadas en ese acto por el Juez Comisionado Agustín Gómez Recio de Villagrán, instalando en ellas su estancia “La Concepción”. Las hijas del Capitán Luis Romero de Pineda y su esposa doña Antonia Álvarez de la Vega, doña Juana y doña Francisca, se casaron con dos de los hijos del Capitán Juan Gómez Recio “El Viejo”: Juan Gómez Recio “El Mozo” y Cristóbal González Recio, a su vez medio hermanos del mencionado Agustín Gómez Recio de Villagrán -casado con doña Luisa Ximénez Naharro y Arias Montiel-. Doña Juana y su familia habían habitado la estancia “La Concepción”, sobre el arroyo Saladillo, donde habían erigido un oratorio. Luego, Domingo Gómez Recio erigió la primera Capilla del Rosario, que más tarde fue refaccionada y ampliada por Santiago Montenegro, la cual es la Catedral Metropolitana, actual Basílica Menor Nuestra Señora del Rosario. ¿Quiénes eran los Gómez Recio? Esta familia colonial establecida en Santa Fe La Vieja había sido fundada en el siglo XVII por el mencionado Capitán Juan Gómez Recio “El Viejo”. Había nacido en la Villa de Portillo, Obispado de Valladolid, Castilla La Vieja, donde su familia era propietaria de casas, viñas y tierras de pan llevar. Era hijo de Juan Gómez de Arroyo y de Isabel Álvarez de la Vega, nieto de Juan Gómez de Arroyo y María de Caeba y de Francisco Domingo Recio e Isabel Álvarez de la Vega. Falleció en Santa Fe el 28 de diciembre de 1682. Se estableció en Santa Fe La Vieja, donde fue Procurador, Regidor, Alcalde de 1º voto, Procurador General, Alférez Real, Juez Oficial Real y Tesorero. Debido a las continuas invasiones indígenas a la ciudad de Santa Fe desde 1620, el Procurador Juan Gómez Recio presentó una petición en 1649 pidiendo mudar la ciudad a su actual ubicación. El Capitán Juan Gómez Recio “El Viejo” era propietario de un solar en la ciudad, de una chacra en el Pago de Abajo, una estancia en el Salado, otra estancia en el río Dulce y dos estancias en la otra banda del río Paraná, una en Rincón de Feliciano, frente al Paraná y la otra sobre el río Corrientes (en las actuales provincias de Entre Ríos y Corrientes), donde tenía ganado. Casó tres veces: primero con doña Bartolina González, padres de los mencionados Cristóbal y Juan; luego con Juana Díaz Galindo, sin descendencia y por último con doña Isabel de Villagra y Aparicio, padres de Agustín, ya nombrado. Algunos de los descendientes de Juan Gómez Recio “El Viejo” pasarían a poblar Rosario y su región. Las primeras autoridades de la zona fueron miembros de esta familia: en 1718 el Cap. Ignacio Suárez de Cabrera (esposo de doña Beatriz Gómez Recio); en 1719 el Cap. José Gómez Recio y en 1720 Luis González Recio. En 1730, el primer párroco del curato y Capilla del Rosario fue el padre Ambrosio de Alzugaray, nieto de Juan Gómez Recio “El Mozo”. La familia Gómez Recio desde fines del siglo XVII y a lo largo del siglo XVIII se vinculó por lazos matrimoniales con miembros de otras familias troncales santafesinas, cordobesas y rioplatenses, como Romero de Pineda, Álvarez de la Vega, Gayoso, Ximénez Naharro, Monzón de Mendoza, Montenegro, Arias Montiel, Maciel, Cabral de Melo, Acevedo, Alzugaray, Suárez de Cabrera, Castro y Borda, Leguizamón, Benegas, del Pozo, Vargas Machuca, etc. Más adelante se fueron incorporando a este tronco Gómez Recio otras familias criollas como las de Correa, Aguiar, Villarroel, Isasa, Basualdo, y españolas como las de Alsina, Garay, Granel, Vidal, Fernández, Lucena, Echevarría, Alcácer, Zavala continuando con el poblamiento y desarrollo del Pago en la primera mitad del siglo XIX, participando de los sucesos iniciales de la independencia nacional, de la creación de la provincia de Santa Fe y de las luchas del proceso de la organización nacional. Fueron descendientes de la familia Gómez Recio, el Gobernador Servando Bayo, el Abanderado Mariano Grandoli, el héroe de Curupaytí; el Dr. Estanislao Zeballos, tres veces Ministro de Relaciones Exteriores; Laureana Correa de Benegas, primera presidente de la Sociedad de Beneficencia; el Dr. Pedro Alcácer, ministro y profesor; Tiburcio Benegas, empresario y político; Octavio y Floduardo Grandoli, intendentes municipales; el Pbro. Pantaleón Galloso y los poetas Emilio Ortiz Grognet y Macedonio Fernández, por nombrar solo algunas personas. Estas familias integrantes del tronco Gómez Recio y sus descendientes habitaron y habitan nuestra ciudad y su zona: Sánchez Almeyra, Fernández Díaz, Martínez Bayo, Maldonado Bayo, Ibarlucea Alcácer, Fragueyro, Medina Loza, Loza Maldonado, Granel Benegas, Granel Basaldúa, Almeyda Granel, Sánchez Granel, Isasa Medina, Fraire Peralta, Argumedo Fraire, Guezuraga Peralta, Navarro Quiroga, Medina Arroyo, Grandoli Correa, Freguglia, Capmany, Parfait, Coll Benegas, Galloso, Palenque Galloso, Parera Palenque, Baigorri, Remondino Baigorri, Ortiz Grognet, Tietjen Grognet, Oliveros Rodríguez, Benegas Ortiz, Benegas de Ibarlucea, Marquardt Benegas, Aranguren Garay, Alzugaray, Aletta de Sylvas y otras. Bibliografía Castagnino, Juan Manuel y Alonso, Sebastián, “Conceptos fundacionales de Rosario. Relaciones con su familia troncal Gómez Recio”, Boletín nº3, Centro de Estudios Genealógicos e Históricos de Rosario, 2OO5; Elizalde, Martín de, “Gómez Recio”, Boletín nº3, Centro de Estudios Genealógicos e Históricos de Rosario, 2OO5 y Fernández Díaz, Augusto, “Rosario desde lo más remoto de su historia, 165O a 175O”, Editorial Ciencia, Rosario, 1941.
Rosario sin secretos. Graciela Molina. -15 - 11 - 2025 -
Rosario sin secretos: el Curato del Pago de los Arroyos cumple 294 años
Tras las huellas de los primeros pobladores de nuestra amada Rosario y hacia la anunciada celebración oficial del tricentenario para el 2O25, una pincelada de los orígenes del Pago de los Arroyos, que festeja cumpleaños este miércoles. “Conocer es amar”, dijo Joaquín V. González en su discurso en la inauguración de la Biblioteca Argentina, frase que quedó grabada para siempre en la memoria de los rosarinos.
Ciudad
Por Graciela Molina. Programa Conclusión. Rosario.
Oct 23, 2O24
Rosario sin secretos: el Curato del Pago de los Arroyos cumple 294 años
Cuando en 173O, un día como hoy, 23 de octubre, el Cabildo Eclesiástico erigió canónicamente al Curato del Pago de los Arroyos, otra historia comenzó a gestarse por estos lares que, al decir del Caballero de la Orden de Calatrava y gobernador del Río de la Plata, Bruno de Zabala, no tenía “pasto espiritual”, aunque sí, impresionantes extensiones de pasto y tierra rasa regada por muchos cursos de agua, tantos que arrancó llamándose Pago de los Arroyos.
Sin dudas que la fe mueve montañas… de personas. ¿Qué, si no, fue lo que llevó a los primeros pobladores a aquerenciarse en esta zona 300 años atrás, para empezar a darle a la ciudad que habitamos y nos habita, la personalidad y fisonomía que hoy presenta?
Simbiosis de ciudad y pueblo, Rosario tiene la escala perfecta que nos permite conocer y conocernos. En eso estamos.
Los primeros datos recogidos por historiadores nos hablan del cordobés Luis Romero de Pineda como “el primer poblador”. Algunos sostienen que es difícil que así sea, porque la condición para recibir la Merced Real era “recorrer la tierra y defender el camino en tránsito trazado por los conquistadores” y convertirse en un guardia permanente de la zona que comunicaba los dos puntos importantes de entonces: Buenos Aires y Santa Fe de la Vera Cruz.
Don Luis falleció seis años después y fue enterrado en el convento San Francisco, en Santa Fe, víctima de una enfermedad infecciosa que, al mes, llevaría a la muerte también a Antonia Álvarez de Vega, su mujer. Sí puede considerarse, sin dudas, “el primer propietario”.
Fue el gobernador general y capitán de las Provincias del Río de la Plata, José de Herrera y Sotomayor quien lo decretó en agosto y puso en posesión en diciembre de 1689: “Concédele la merced real para el ilustre capitán de caballos, sus hijos y descendientes por sus méritos y servicios y por ser hijo, nieto y bisnieto de los primeros conquistadores y pobladores de estas tierras» (puerto de Buenos Aires) y así mismo por ser noble y casado con mujer de igual calidad». Es fácil ser generoso con el bolsillo ajeno, diría Mordisquito.
No es de extrañar, entonces, que cuando se fijó el edicto en las puertas de la Catedral de Buenos Aires para llamar a concurso de oposición con el fin de proveer de párroco al flamante curato, sea Ambrosio de Alzugaray, a la sazón primer maestro ya que con el catecismo enseñaba las primeras letras, quien obtuviera el cargo. Eso sí, cuenta la historia, que este joven sacerdote, ilustrado y virtuoso, había estudiado en Chuquisaca y no dudaba en arremangarse la sotana para enfrentar peligros y vicisitudes. Dicho por él mismo: “además de q. en corredurías y emboscadas, que se han hecho al oposito del enemigo abipón, q. imbade aquella ciudad y su jurisdicción, e salido de capellán voluntario sin reparo de temporales y de todas aquellas inclemencias que ofresen el tiempo, la ocasión y la campaña, llevando a mis expensas cavalgaduras, armas y demás necesario”.
Ambrosio, que falleció siendo aún joven, a los 44 años, era sobrino de Domingo Gómez Recio, el que levantó la primera capilla, e hijo de Bartolina, nieta a su vez del primer propietario del extenso territorio que iba desde el Cará-cará-añá (Río del Carancho Diablo), devenido hoy en una hermosa localidad con balneario y Parque Sarmiento incluído, hasta el Arroyo de las Hermanas, pasando por el Blanco, Ludueña, Saladillo, Frías, del Medio y Ramallo.
Como signo de la Providencia y amparados por la imagen de María, primero de la Concepción y luego del Rosario, fueron dos mujeres, las hijas de Luis Romero de Pineda, Francisca y Juana, quienes al dividir su herencia protagonizaron el primer mojón de agrimensura del que tiene noticias la historia: el arbolito de la Cruz.
Mientras tanto, en 1725, justo el año en el que el Cabildo de Santa Fe nombra como primera autoridad oficial de la aldea a Francisco de Frías, designándolo como alcalde de la Santa Hermandad, otro Francisco, el vasco Godoi, llegaba a estas tierras para poblarlas junto a aborígenes calchaquíes ya evangelizados, para convivir en paz y armonía.
Que Francisco de Frías murió en la extrema pobreza y fue sepultado de limosna, a pesar de haber sido en cuatro oportunidades quien regía la administración y los destinos de nuestra urbe, será tema de un próximo Rosario Sin Secretos…
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Revista de Historia Rosario N 35 Dr. Jorge Tomasini y otros.
REVISTA DE HISTORIA DE ROSARIO Nº 35 - DISPONIBLE
ARTÍCULOS PUBLICADOS
El oratorio de Domingo Gómez Recio. Por Alberto Montes
El Banco de la Nación Argentina. Sucursal Rosario (1892-1983). Por Zulema R. Álvarez
Periodismo literario-artístico y anexos culturales en Rosario. 1854-1900. Por Wladimir C. Mikielievich
Rosario después de Pavón. Por Jorge Tomasini
Carcarañá y su río. Por Gerardo Álvarez
NECROLOGÍA:
Facundo Antonio Arce
Diego Abad de Santillán
ACTIVIDADES SOCIETARIAS
Designación de miembros correspondientes
NOTAS Y COMENTARIOS
Previsto fracaso de un concurso sobre historia de Rosario
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Día de la Tradición. "Lo nuestro".- 11 - 11- 2025.
EN EL DÍA DE LA TRADICIÓN, UN ESBOZO DE "LO NUESTRO"...
Poeta, Armando Antúnez .
TRADICIÓN…
Hoy que nuestra Patria precisa valores,
Que a pocos les importa nuestro pabellón,
Y que para muchos es una vergüenza,
Hablar de la Patria o de la Nación.
Hoy que en muchos actos vemos con tristeza,
Que al himno lo cantan dos o tres no más,
Y que en muchos casos hasta los mayores,
Hacen cualquier cosa en vez de cantar.
Que se habla de cosas en las facultades,
Que nada le aportan al que va a estudiar,
Que han politizado hasta la enseñanza,
Y que la mentira es algo normal.
Hoy necesitamos volver a las fuentes,
A nuestras raíces, recapacitar,
Acerca de esto que hoy disfrutamos,
Nuestro territorio y nuestro historial.
Y allí es donde nacen, todos los caminos,
Donde se conjuga nuestra realidad,
Lejos en el tiempo se encuentra el motivo,
De nuestro criollismo y nuestro verdad.
Pues verdad es eso que te identifica,
Que le da la esencia a tu corazón,
Es eso que muchos hoy han olvidado,
No hablan del pasado ni de tradición.
Tradición es eso que viene de lejos,
Donde está enraizado el cómo y el por,
En la fe cristiana nos desarrollamos,
Y damos y amamos con el corazón.
Porque hemos tenido costumbres y apegos,
Que vienen de lejos desde el tiempo aquel,
De andar a caballo en carros y sulkys,
De las pulperías y el viejo almacén.
De criollo y mestizo y de rancherío,
De sembrar los campos a puro pulmón.
Del gaucho bravío defendiendo el norte,
De aquel de la zafra y del algodón.
Aquel Martin Fierro que escribiera Hernández,
Nos dejó un legado, de sabia creación,
El gaucho matrero (que también lo había),
Inducido a esto, fue lo que ilustró.
Ellos nos legaron usos y costumbres,
Honrando a la patria en cualquier ocasión,
El peón golondrina, los viejos troperos,
El chasqui, el herrero y el alambrador.
El hombre dispuesto en cualquier momento,
A dar una mano, en cualquier ocasión,
De ahí “la gauchada”, el gaucho, así era,
Servicial y presto, siempre un gran varón.
El que amó a la patria, tal vez sin saberlo,
Porque abrió los surcos y el trigo sembró,
Y lloró en silencio, cuando la langosta,
Le invadió los campos y nada dejó.
Ese fue el principio de lo que ahora somos,
De raíces nobles, de pura pasión,
Respeto y hombría premisas de entonces,
Honradez y orgullo de ser lo que hoy no,
Por esos principios, de nuestros abuelos,
Honremos al suelo y a su tradición.
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