La civilización.
Etimológicamente esta palabra viene de civitas en latín, que significa “ciudad”, y de civilis que es lo concerniente al hombre de la ciudad. Su origen, sin duda, está en la contraposición que hacían los antiguos, y que aún hacemos los modernos, entre la ciudad y el campo o más precisamente entre los habitantes de la urbe y los campesinos. Las costumbres de éstos parecían, y aún parecen, extremadamente groseras y rústicas a los hombres de la ciudad. El contraste dio lugar a que se hablara de lo civil, es decir, lo relativo a la ciudad como lo “civilizado”. Y esta fue la acepción que adquirió el vocablo, que desde entonces significó el conjunto de avances y sofisticaciones en el proceso de adaptación y dominio del hombre sobre la naturaleza.
Sin embargo, este concepto no es unívoco. Hay quienes establecen sinonimia entre cultura y civilización, otros que ven en el primer concepto mayor amplitud que en el segundo, de modo que éste forma parte de aquél, y otros que hacen el razonamiento inverso.
Thomas Mann, el novelista alemán naturalizado en Estados Unidos, contrapuso en 1914 las nociones de cultura y civilización. Lo hizo con referencia a lo que él llamó la cultura alemana y la civilización francesa. Al explicar su punto de vista expresó que nadie negará que el momento en que los españoles desembarcaron en México encontraron allí una cultura pero nadie podrá decir que había una civilización. La cultura incluye la magia, los rituales, la organización de la familia, el matrimonio, los sacrificios humanos, los cultos orgiásticos, la inquisición, la brujería, la crueldad. La civilización es razón, luz, decencia, distensión, espíritu. Es lo antidemoníaco, lo antiheroico. Cultura, como lo dice Burckhardt, es el “conjunto de actividades espontáneas del espíritu” y civilización es lo forjado, lo construido por el hombre con un fin útil o utilitario, para sacarle provecho, para servirse de él. Es lo que generalmente se llama progreso, orden, bienestar. Oswald Spengler vio en la civilización la forma más alta y madura de la cultura. Cultura y civilización son seres vivos que nacen, crecen, declinan y se extinguen.
Sin embargo, hay mucho de eurocentrismo en estas disquisiciones. Thomas Mann, por ejemplo, parece ignorar todo lo que representó la civilización azteca de mesoamérica con sus tres grandes ciudades: Tenochtitlan, Texcoco y Tlacopan, llenas de templos, pirámides, palacios, jardines, calzadas y acueductos, para cuya construcción fueron necesarios conocimientos científicos muy importantes. Al momento de la llegada de los españoles los aztecas tenían un admirable desarrollo de la agricultura, el comercio, la arquitectura, la medicina, la orfebrería, la cerámica, la pintura. Sus conocimientos sobre astronomía eran sorprendentes. Habían elaborado su célebre calendario —el tonalpohualli— con un elevado índice de precisión en el movimiento de los astros y en la división del tiempo. Su organización social, su ordenación política y su lenguaje —el náhuatl— habían alcanzado altos niveles de perfeccionamiento. Todo lo cual parece desmentir a Mann en su afirmación de que los españoles, al desembarcar en México, encontraron allí una cultura pero no una civilización.
La palabra civilización nació a fines del siglo XVIII. La utilizó el filósofo italiano Juan Bautista Vico en el sentido de “vida urbana”, de civitas, que es ciudad en latín. Civilizar fue originalmente reducir a la gente a las ciudades, a la vida urbana.
En su monumental “Estudio de la Historia” el filósofo inglés Arnold Toynbee (1889-1975) analiza el nacimiento, esplendor y declinación de veintiuna civilizaciones a lo largo de los tiempos, de las cuales quince nacen de otras anteriores —con las que mantienen una relación filial— y a las que añade unas cuantas más por ser derivaciones secundarias de aquéllas. En total, entonces, son treinta y cuatro las civilizaciones primigenias y derivadas a las que se refiere Toynbee.
De ellas, sólo seis civilizaciones son originarias, es decir, no provienen de otras precedentes: la egipcia, la sumeria, la minoica (cretense), la china (sínica), la maya y la inca. Todas las demás derivan de civilizaciones antecesoras. A su vez, las referidas civilizaciones de primera generación tuvieron doce “hijas” y tres “nietas”.
De éstas sobreviven sólo cinco, según Toynbee: la cultura del Lejano Oriente, que comprende desde el Pacífico a China; la cultura hindú, que va desde el océano ïndico hasta la India; la cultura islámica, que se extiende desde China hasta el Oriente Medio y el norte de África; la cultura ortodoxa, asentada en parte de Asia, Rusia y los Balcanes; y la cultura cristiana occidental, vigente en Europa del oeste, África del sur y América.
Según el filósofo inglés, las civilizaciones nacen de la relación “reto-respuesta” —challenge and response—, es decir, de la reacción fecunda de los grupos humanos ante los desafíos, obstáculos y dificultades que se presentan en su camino, la mayor parte de los cuales son de naturaleza geográfica y climatológica. Afirma Toynbee que ellas no mueren por “asesinato” sino por “suicidio” en el momento en que no son capaces de dar respuestas creativas a los desafíos. Para él, “reto y respuesta” constituyen el principio dinámico de la historia.
El filósofo inglés establece estrechas relaciones entre raza y civilización. Sostiene que son las razas las que han influido en la creación de las civilizaciones. De las treinta y cuatro civilizaciones que identifica a lo largo del tiempo, veinticinco fueron creadas por la raza blanca y solamente nueve por otras razas. Sin embargo, no hace cuestión de por qué hay una raza —la negra— que no ha creado civilización alguna.
El avance de la ciencia y de la >tecnología y la creciente diferenciación de las actividades del hombre han llevado a desglosar la civilización de la cultura. Por civilización se entiende la aplicación de los conocimientos del acervo cultural a la organización social, familiar y personal. El concepto de civilización tiene connotaciones más pragmáticas que el de cultura, aunque forma parte de ella.
El concepto de cultura tiene mayor extensión que el de civilización. Toda civilización es cultura pero no todo lo que comprende la cultura es civilización. La civilización es la manera concreta como cada sociedad, con base en sus nociones culturales generales, se organiza, produce, fabrica herramientas, crea tecnologías y aprovecha la naturaleza en cada época y en cada lugar.
En otras palabras, la civilización es la aplicación práctica, en la organización social y en la producción, de los conocimientos que forman el acervo cultural de la comunidad, acumulados a lo largo del tiempo y de la convivencia.
La civilización, por decirlo de alguna manera, es la cultura aplicada. Es un modo colectivo de hacer las cosas en cada época y en cada lugar.
Así lo entendió el sociólogo norteamericano Lewis H. Morgan (1818-1881), en su libro “La sociedad primitiva” (1877). Al dividir la historia de la humanidad en tres etapas: salvajismo, barbarie y civilización, tomó como punto de referencia la manera de producir los medios de subsistencia por cada grupo humano, porque “la habilidad en esa producción es lo más a propósito para establecer el grado de superioridad y de dominio de la naturaleza conseguido por la humanidad”.
Al hacerlo, se adhirió al punto de vista de que el grado de aplicación de las nociones culturales a las demandas de la adaptación del hombre a la naturaleza es lo que permite reconocer a la civilización como la etapa superior de la prehistoria humana. En este sentido contrapuso la civilización a la barbarie y al salvajismo.
En el sentido que Morgan dio a la palabra, la civilización es una fase histórica en la que la inteligencia se halla más cultivada, las costumbres más suavizadas, más perfeccionadas las artes y las industrias. La noción de civilización está asociada, entonces, al tránsito ascendente de los hombres hacia estadios de convivencia mejor articulados y de dominio de la naturaleza mejor logrados.
Para Arnold Toynbee la unidad mínima de la historia es la civilización, entendida como el conjunto de actos creadores que permiten a los hombres imponer su dominio sobre la naturaleza. Según el filósofo de la historia inglés, la civilización es la respuesta que una colectividad da a los retos de la adversidad.
A partir del criterio de que la civilización es la aplicación práctica de las nociones culturales de una comunidad, el profesor y periodista norteamericano Alvin Toffler, que se ha convertido en una especie de “profeta” de los tiempos modernos, ha dividido a la civilización en tres grandes etapas, que él denomina “olas”.
La civilización de la primera ola fue la que se fundó en la tierra como el principal instrumento de producción y fuente de riqueza. La de aquella época era una riqueza elemental, sólida, tangible, material. Dice Toffler que se la podía “sentir entre los dedos de los pies y dejarla correr entre las manos”. La roturación, la siembra, el riego, el cultivo, la cosecha eran las principales operaciones económicas. Todo giraba en torno de la tierra.
Pero cuando las “chimeneas de las fábricas empezaron a poblar los cielos” y las máquinas pasaron a ser la forma más importante del capital, advino la civilización de la segunda ola. O sea la civilización industrial. Eran los tiempos de los codiciados “activos tangibles” de las empresas fabriles. Pero, contrariamente a lo que ocurría con los agricultores, los inversionistas de la industria no estaban en contacto con su riqueza, que eran las máquinas, sino que tenían en sus manos simples papeles, meros símbolos, que en forma de “acciones” y “obligaciones” representaban sus ingentes patrimonios. El propietario estaba tan apartado de la fuente de su riqueza como los obreros de sus beneficios. Terceras manos la administraban y él se limitaba a recibir los dividendos. Era la sociedad industrial.
Pero hoy la riqueza ha cambiado de naturaleza. No es la tierra, no son las máquinas su esencia. La riqueza está en las ideas que bullen en el cerebro de las personas y en las operaciones de los ordenadores. A medida en que los sectores de los servicios y de la información crecen y el mundo se informatiza, la riqueza cambia de sustancia. Dice Toffler que ya no es, como en el pasado agrícola o en la primera revolución industrial, una riqueza “finita”, en el sentido de que los bienes en que ella consiste no podían se usados más que por una persona a la vez, sino que el mismo conocimiento puede ser utilizado y aplicado simultáneamente por muchos usuarios. El conocimiento es, por tanto, un bien inagotable que a la vez tiene la facultad de producir nuevos conocimientos. Y además es un bien intangible, compuesto de símbolos que representan otros símbolos, todos ellos almacenados en el cerebro humano y en la memoria de los ordenadores. La nueva riqueza nace principalmente de la comunicación y distribución instantáneas de datos, números, signos, letras, informaciones, ideas, imágenes, ideogramas y símbolos a través de medios electrónicos. A estas nuevas fuerzas llamadas a dominar la Tierra y a la organización social y económica que ellas diseñan, basadas en ordenadores antes que en engranajes industriales, Toffler ha denominado civilización de la tercera ola.
Son entonces tres etapas del proceso de civilización humana que han brotado al compás del progreso tecnológico. Cada una de ellas tiene sus propias y diferenciales características. La “envoltura” que toma el capital en cada caso es distinta. La forma de producción también. Y, por supuesto, ellas entrañan un “cambio del poder” —para utilizar una expresión de Alvin Toffler— que acompañó, en cada momento histórico, a la nueva civilización.
En su libro “La revolución de la riqueza” (2006), Toffler señala que la tercera y más reciente ola de riqueza —que se sigue extendiendo vertiginosamente mientras escribimos estas páginas— desafía todos los principios de la industrialización, puesto que sustituye los factores tradicionales de la producción industrial —tierra, mano de obra y capital— por el conocimiento cada vez más refinado. Y agrega que, “mientras que el sistema de riqueza de la segunda ola trajo consigo masificación, la tercera ola desmasifica la producción, los mercados y la sociedad”.
Con base en sus observaciones de lo acontecido en la Unión Soviética y en Yugoeslavia después de la guerra fría, el entonces profesor de la Universidad de Harvard, Samuel P. Huntington, ha planteado la hipótesis de que, a diferencia de lo que ocurrió en el pasado, los conflictos entre los pueblos serán en lo futuro luchas entre civilizaciones y no entre Estados. Sostiene que los recientes conflictos lo demuestran. La secesión de la Unión Soviética y de Yugoeslavia, la guerra del golfo Pérsico, los conflictos separatistas en Indonesia, las confrontaciones armadas de Kosovo, las tensiones racistas y religiosas en muchos puntos del planeta, las acometidas del terrorismo fundamentalista no tienen otra explicación que la del <choque de civilizaciones. En consecuencia, vaticina el profesor de Harvard que “la próxima guerra mundial, si la hubiera, será una guerra entre civilizaciones”.
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