MONS. LEÓN FEDERICO ANEIROS (1873-1894) Arzobispo de Buenos Aires.
Nació en Buenos Aires el 28 de junio de 1826, siendo hijo de Tomás Aneiros natural de España y de Antonia Salas nacida en la misma Buenos Aires.
En el seno de un hogar humilde, trabajó desde niño en un almacén debido a la repentina muerte de su padre. Desconocemos el lugar donde realizó sus primeros estudios. En su adolescencia pasó al colegio de San Ignacio dirigido por los jesuitas, entre los cuales se destaca su maestro el P. Francisco Majesté. Cerrado el colegio por orden de Rosas Aneiros pasó al colegio de los franciscanos en donde finalizó su segunda enseñanza.
A pesar que de su vocación al sacerdocio y de su formación eclesiástica se conocen pocos datos, sabemos sin embargo que a los veinte años de edad recibió el grado de doctor en Teología en abril de 1846 y en septiembre de 1848 en la Universidad de Buenos Aires obtuvo el grado de doctor en jurisprudencia.
En ese mismo año fue ordenado presbítero por Mons. Mariano Medrano el 7 de octubre de 1848 contando entonces con 22 años de edad. Su primera misa la rezó en el altar de Nuestra Señora del Rosario en Santo Domingo, de quien era devoto desde su infancia.
Desde los primeros meses de 1848, dictó clases de humanidades en el colegio de la Unión del Sur y después de la caída de Rosas, comenzó a dictar en la universidad, clases de Derecho Canónico entre 1854 y 1870.El 11 de marzo de 1852, fue nombrado canónigo honorario del cabildo eclesiástico junto a otros sacerdotes.
En 1853 junto al fraile dominico Olegario Correa y al doctor Félix Frías, fundó un periódico semanal “teológico-social” llamado La Religión, que publicó temas doctrinales y de disciplina eclesiástica matizados entre informaciones generales que sirvieron de formación y divulgación de la buena prensa, mostrando su talento de filósofo y publicista. Desde La Religión se polemizó con el liberalismo reinante y sus representantes en la prensa como Manuel Bilbao, entre otros.
El 15 de mayo de 1854 se incorporó a la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, cargo que ejerció con competencia, defendiendo los intereses de la Iglesia e interviniendo en todas las cuestiones que afectaban los principios y las libertades públicas. Finalizó su mandato de diputado en 1856.
Al año siguiente, al tomar posesión plena de su cargo, el obispo Escalada lo nombró secretario del obispado el 18 de noviembre de 1855, cargo en el que reveló sus extraordinarias dotes de consejero y también organizador de la curia. Este cargo lo ocupó durante diez años, en los arduos momentos de la organización nacional.
En 1862 obtuvo una canonjía en el Cabildo Eclesiástico de la Catedral y en mayo de 1864 ocupó la silla de canónigo magistral.
Al año siguiente, al ser elevada Buenos Aires a sede metropolitana y Mons. Escalada su primer arzobispo, Aneiros fue nombrado Provisor y Vicario General por decreto del 1º de marzo de 1865. Tantos nombramientos y responsabilidades no borraban sin embargo su humildad y amabilidad que lo caracterizaba desde joven.
Al ausentarse en septiembre de 1869 el arzobispo Escalada para participar del Concilio Ecuménico Vaticano I, quedó a cargo del gobierno del Arzobispado.
Una vez en la ciudad eterna, Mons. Escalada pudo dar el pronto despacho en la Santa Sede, para el nombramiento de Aneiros como Obispo titular de Aulón y auxiliar de Buenos Aires, que Pío IX firmó y publicó el 21 de marzo de 1870.
En el lapso entre su proclamación y su ordenación, tras una breve enfermedad, ocurrió la muerte inesperada del arzobispo Escalada en Roma.
A los pocos días de conocida la noticia en Buenos Aires, el 11 de septiembre se reunió el Cabildo eclesiástico y Mons. Aneiros, fue nombrado Vicario Capitular y poco después, recibía la consagración episcopal por el obispo de San Juan, Mons. José Wenceslao Achával, el 23 de octubre de ese año, en la capilla interna de la Casa de Ejercicios de la capital.
Su episcopado fue realmente brillante por todo lo que realizó e impulsó, aunque no estuvo exento en sus veinte años de gobierno, de los ataques e incomprensiones de los adversarios de la Iglesia.
Ya en los primeros meses como Vicario Capitular, debió afrontar en la ciudad el terrible flagelo de la fiebre amarilla, en la que fue contagiado y estuvo grave. El morbo se llevó a la tumba a su madre, una de sus hermanas, medio centenar de sacerdotes, religiosas y trece mil almas.
A estos trastornos se sumó el peligro de una convención reformadora de la Constitución provincial que proponía suprimir los artículos que favorecían al catolicismo como religión del Estado.
Exhortaba a todos los sacerdotes y demás religiosos a defender la confesionalidad del Estado y a entablar una lucha por los derechos de la Iglesia, en tiempos donde su presencia era discutida y puesta en jaque en la sociedad, por los ataques de la masonería y el laicismo.
A cargo del gobierno pastoral, se abocó paulatinamente a realizar las visitas apostólicas a los pueblos y ciudades de la inmensa arquidiócesis. Acompañado por sacerdotes seculares y religiosos (jesuitas, lazaristas y bayoneses), emprendió misiones que lo llevaron a los pueblos más dispersos de la provincia en donde permanecía varios días administrando la confirmación, acompañando a los sacerdotes, inaugurando nuevos templos y capillas.
Después de una prolongada espera, el 25 de julio de 1873 es nombrado segundo Arzobispo de Buenos Aires y tomó posesión canónica de la misma el 19 de octubre de ese año. Le tocó al mismo obispo de San Juan, colocarle el palio en nombre del Papa.
Desde el inicio de su ministerio, como suprema dignidad de la Iglesia, Aneiros dejó bien sentados, ante el gobierno, los límites de las atribuciones de este en los asuntos de disciplina y moral eclesiásticas, en especial con respecto al trato pacífico y la evangelización de las etnias indígenas de la Patagonia.
La campaña antirreligiosa que por estos tiempos cundía no le impidió ocupar un sitial en la Cámara de Diputados de la Nación desde el 24 de julio de 1874 hasta mayo del año siguiente cuando renunció. Duros ataques y atropellos sufrió el prelado en medio de un clima adverso en su tarea pastoral como se evidenció cuando tuvo intención de devolver las antiguas iglesias de San Ignacio y Nuestra Señora de la Merced a sus antiguos dueños.
Ante el proyecto de Aneiros, se produjeron entonces no pocas protestas sobre la medida tomada por el pastor. El arzobispo sin embargo, no quedó en silencio, sino que envió una carta pastoral a los vecinos de la parroquia de San Ignacio en la que explicaba a los fieles sus razones para devolver a los jesuitas su primitivo lugar de irradiación evangélica en la ciudad.
Las críticas desde la prensa a las apreciaciones vertidas en la carta pastoral no fueron menores que los anteriores ataques y la reacción violenta de una muchedumbre enfurecida no se hicieron esperar. El 28 de febrero de 1875 un grupo de activistas universitarios y otros exaltados anticlericales atacaron el edificio del arzobispado, las iglesias de San Francisco, Santo Domingo, San Ignacio y sobre todo incendiaron del Colegio del Salvador dirigido por los hijos de San Ignacio. Con conformes con estos ataques la noche de ese día se acercaron a la casa parroquial de San José de Flores, en donde se creía que pernoctaba el arzobispo, intentando conspirar contra su vida pero Aneiros se había refugiado en la casa de un vecino y protegido por el edecán del presidente Sarmiento.
En medio de estos ataques, una de sus preocupaciones urgentes fue fortalecer la difusión la prensa católica y dar a conocer, la palabra del papa, en esos tiempos prisionero en el Vaticano, y difundir las actividades que realizaba la Iglesia frente al desprestigio que sufría por parte de la prensa liberal. A lo largo de estos años aparecieron con dispar itinerario, El pensamiento argentino (1863), El estandarte católico (1864), Intereses argentinos (1868) Eco del Plata, (1871) El católico argentino (1874), The Southern Cross (1875), El eco de América (1876), La América del Sud (1876).
En 1877 asistió a Roma a los festejos del papa Pio IX en sus bodas de oro episcopales. Acompañado por la oración de todo el pueblo argentino llevó la ofrenda de amor y obediencia al sucesor de San Pedro, teniendo en cuenta los duros momentos en los que transcurrió los últimos años de su pontificado, luego de la invasión italiana que lo replegó a la Basílica Vaticana.
El gobierno nacional por esos años, emprendió la gran avanzada hacia el sur para ocupar enteramente el territorio de la República. Fueron sus buenos oficios de pastor los que ayudaron a promover la conversión a la fe cristiana de las etnias que poblaban la Patagonia, siguiendo el mandato de la constitución de 1853 en su artículo 64.
Mons. Aneiros tiene parte importante en la página de la historia de la misión en nuestro país ya que patrocinó y organizó la evangelización de la zona austral de la República. Encomendó esta tarea apostólica mayormente a las órdenes religiosas que venían instalándose en nuestro país después de Caseros. El Cardenal Copello, años más tarde recopiló gran cantidad de documentos que nos dan a conocer todos los desvelos y gestiones de Aneiros en este sentido.[1]
Fue él quien gestionó la llegada a la Argentina de los padres salesianos fundados por Don Bosco en Italia. 1875.
Si bien estuvo ajeno a todo partidismo político, fue sin embargo un gran propulsor de la paz entre los argentinos, durante la revolución bonaerense de 1880 encabezada por Carlos Tejedor. Aneiros no solo promovió una oración por la paz en todas las iglesias sino además intervino para que cesara la contienda entre los beligerantes. Pudo conseguir que sus palabras paternales fueran oídas por vencedores y vencidos.
Debió responder abogando por los derechos de la Iglesia y de sus hijos, frente al fuerte laicismo del que hicieron gala los hombres políticos del momento. Entre los más sonados figuran los avances del gobierno en temas internos de la Iglesia, la organización de eventos como el Congreso Pedagógico internacional de Buenos Aires (1882); los fuertes debates a raíz de la enseñanza laica (1883-1884), la suspensión y deposición de prelados en Córdoba y Salta por el gobierno civil y para rematar, la expulsión del Delegado Apostólico Mons. Matera y la consecuente ruptura de relaciones con la Santa Sede (1884) durante la primera presidencia de Julio A. Roca (1880-1886). A esto le siguió la promulgación de la ley del matrimonio civil (1888) y el intento por aprobar el divorcio vincular.
En medio de todos estos avatares causados por el laicismo, Aneiros no dejó de persuadir a sus diocesanos en la importancia de la súplica a Dios y la devoción a la Madre de Dios. Alentó entonces, las peregrinaciones que comenzaron a organizarse en la arquidiócesis por laicos y sacerdotes al Santuario de Luján. Uno de los acontecimientos más gratos de su vida pastoral fue la coronación de la imagen de Nuestra Señora el 8 de mayo de 1887, en medio de una impresionante peregrinación de más de 40.000 personas; y hasta hizo llevar una bandera Argentina a los pies de la gruta de Lourdes en Francia como tributo de toda la Nación.
Su acción apostólica como decíamos más arriba supo trascender los problemas que se le presentaban cotidianamente. Ante todo se propuso fortalecer a los agentes de la pastoral diocesana, y sobre todo a los sacerdotes seculares, promovió, como vimos, la llegada de nuevas familias religiosas dedicadas a las obras de caridad y la educación.
Alentó el trabajo por las vocaciones al sacerdocio, la importancia del Seminario Conciliar y el despertar el interés de todos en el sostenimiento del mismo.[2]
Animó a los laicos en su tarea de defender la fe en sus propios ambientes. Asistió al 1º Congreso de los católicos argentinos reunidos en la misma Buenos Aires en julio de 1884, entre los cuales se encontraba el profesor Juan Manuel Estrada. Con su presencia tenaz afianzó el trabajo de estos, por los más pobres, desde las conferencias vicentinas instaladas en las diferentes parroquias.
Bajo su presidencia, en 1889, se reunió el episcopado nacional, y de allí emanó la primera carta pastoral conjunta de los obispos, dirigida a los sacerdotes y fieles en general de toda la República en donde pusieron en claro las líneas de acción pastoral que debía implementar la Iglesia ante la coyuntura que se vivía en el país.[3]
Durante su episcopado, la ciudad de Buenos Aires como sabemos, experimentó un gran aumento en su población urbana. Fue necesaria entonces la creación de cuatro nuevas parroquias en el ejido urbano San Juan Evangelista en la Boca, San Carlos en Almagro, San Cristóbal y Santa Lucía de Barracas.
Un año antes de su muerte, el 15 de junio de 1893 la Santa Sede le concedió dos obispos auxiliares, Mons. Mariano Antonio Espinosa (Titular de Tiberiópolis), futuro cuarto arzobispo y Mons. Juan Agustín Boneo (Titular de Arsínoe), más tarde primer obispo de Santa Fe y administrador apostólico de Buenos Aires.
Su muerte llegó en momentos inesperados a los 68 años. A principios de agosto de 1894 había emprendido una nueva misión a Bragado, durante la cual padeció las primeras molestias derivadas de una fuerte gripe. Volvió a la Capital el 31 de agosto y hasta el mismo día de su muerte, el 3 de setiembre, atendió como siempre sus obligaciones pastorales y luego de la cena deseó levantarse para ir a su lecho, en donde entregó su espíritu a las 23 horas y minutos.
Acompañado por inmensa cantidad de gente, se velaron sus restos con toda solemnidad y el día 7 fueron inhumados en la Catedral junto al altar de San Martín de Tours, de quien era muy devoto.
Emilio Lamarca una de las personalidades católicas más destacadas de la época decía de él: “Había en Mons. Aneiros una mezcla admirable de indulgencia y de firmeza, de sencillez y de dignidad a la vez, y no sabríamos decir si predominaba más en él, la dulce y paternal familiaridad o el respeto por sí mismo y por los demás”
Durante la sede vacante los canónigos eligieron como Vicario capitular al obispo auxiliar Mons. Boneo que se desempeñó desde el 6 de septiembre de 1894 hasta la toma de posesión del sucesor, el 24 de noviembre de1895.
[1] Santiago L. Copello, Gestiones del arzobispo Aneiros a favor de los indios hasta la conquista del desierto, Buenos Aires, 1944.
[2] Carta pastoral del 24 de julio de 1888
[3] CEA, Documentos del episcopado argentino, I (1889-1909), Buenos Aires, 1993
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