Yo estuve "en el Muñiz", "al Muñiz".
Gaceta Mercantil.- A PROPÓSITO DEL CORONAVIRUS
- Por Roberto L. Elissalde * - 31-03-2020.-
En esta entrega, el autor reproduce una conferencia dictada en el hospital de infecto-
contagiosos en 1995 sobre la vida y la obra de quien le dio el nombre.
El Hospital "El Muñiz” eriza a cualquier persona porque de inmediato traen a la memo
ria a los enfermos infecto-contagiosos, el SIDA y otras variantes. Y para no juzgar a los
demás sino medirme con la misma vara, alguna vez escribí un trabajo sobre el doctor
Francisco Javier Muñiz y en una reunión en octubre de 1995, en la casa de un amigo,
un señor me invitó a dar una conferencia en base a mi artículo sobre el médico. “No
hace falta que agregue nada, Ud. sabe lo que nosotros no sabemos. Va a ser una experiencia interesante”, me dijo; le respondí que sí. Ese médico cuyo nombre no recuerdo creo que
era el director del Hospital Muñiz y si no lo era, se trataba de un destacado profesional
de la casa que podía disponer sin consultar a nadie. Así, en diciembre de ese año, con
las aprensiones de cualquier lector, llegué al Muñiz a decirles a los médicos y enfermero
s que asistían a la charla ese mediodía quién era el patrono del lugar, por lo que puedo
decir “yo estuve en el Muñiz” y quedé impresionado por lo que veía en sus jardines.
Hoy pongo a disposición de los lectores el contenido de esa conferencia que, pasado un cuarto de siglo, he tenido que transcribir de nuevo. En ella sólo he omitido el capítulo dedicado a la fiebre amarilla porque es la última nota que publicamos.
La conferencia.
Don Francisco Javier Muñiz nació el día en que el verano de 1795 llegaba a las costas de San Isidro, hijo de Alberto José Muñiz y de Bernardina Frutos y Navarro, una familia católica le puso además al bautizarlo al día siguiente el nombre del santo del día, Tomás, agregándole por la Virgen de la Concepción. Fueron sus padrinos Benito Baquero y su mujer, María Florencia Frutos. Este había llegado con su padre Alberto de la Villa de Los Palacios y Villafranca de Andalucía, “antiguo feudo de los poderosos Guzmanes, en el comienzo de la marisma del Río Guadalquivir, como a unas seis leguas de la ciudad de Sevilla”, según escribió el recordado Hernán Lux-Wurm, y ambos habían casado con dos hermanas. Baquero era dueño de una panadería en ese pueblo y había tenido un encontronazo con las panaderas de Las Conchas, como lo recordamos en La Gaceta Mercantil del 30 de diciembre pasado.
Los primeros años debieron transcurrir conforme a los muchachos de su tiempo, en íntima comunión con la naturaleza, así que lo permitiera la edad con largas excursiones por las barrancas que bordeaban el río o a través de la extensa playa que en horas del retiro de las aguas, se ensanchaba por muchas cuadras, o marchando a través de “las tierras de pan llevar”, como se llamaba a las que se sembraban de trigo hasta llegar a la calle que cortaba todas las chacras llamada hasta hoy “del fondo de la Legua”. Era curioso y arriesgado, con esa intrepidez característica de la edad y emulando aventuras con los componentes de las pandillas de las que no eran ajenos los frondosos huertos y frutales alrededor de los cuales se diseminaba el caserío puesto bajo la advocación del Santo Labrador. Pero, a estar de lo que fue después, debió tener momentos de aislamiento en los que lo absorbía la magia de la tierra, de la vida animal, las cambiantes del cielo y de las aguas, el despliegue en una palabra, del maravilloso paisaje que será el motivo de sus inquietudes intelectuales y el trasfondo de su profunda argentinidad.
Cuando se produjeron las invasiones inglesas estaba en Buenos Aires, y participó en el Cuerpo de Andaluces al mando del capitán José de Merlo, con apenas 11 años. El 2 de julio de 1807 actuó en el combate de los Corrales de Miserere, de donde avanzó hasta la Plaza Mayor y allí pasó la noche para actuar desde el día siguiente en las guerrillas desplegadas. El 5 su columna avanzó por la calle de Las Torres (hoy Rivadavia) hasta las proximidades de la iglesia de San Miguel, donde una bala de fusil lo hirió en la pantorrilla derecha. Fue trasladado al convento de San Francisco donde se había instalado un hospital de sangre y luego de una penosa convalecencia, los solícitos cuidados devolvieron al muchacho la integridad física. Una certificación de sus servicios acredita que “aunque en la corta edad que tenía no le obligaban a hacer el servicio con la severidad con que la ordenanza prescribe”.
Cursó estudios en el Colegio de San Carlos desde 1813, donde tuvo como maestro a José León Banegas. Sus padres le obsequiaron un fiel esclavo llamado Joaquín ese año, en virtud a su mérito. Y más adelante siguió la carrera de medicina, en el Instituto Médico Militar dirigido por el doctor Cosme Argerich, suprimido éste en diciembre de 1821 por la creación del Departamento de Medicina de la Universidad, de la que egresó en 1825. En esos años sufrió una enfermedad, episodio casi desconocido que contradice el vigoroso estado de salud que le fuera proverbial después. El doctor Juan N. Fernández le diagnosticó una afección hipocondríaca complicada con trastornos hepáticos y reumáticos, dolores de pecho, alteraciones respiratorias y circulatorias. Por consejo del facultativo pasó a la Banda Oriental, sin conseguir el alivio que llegó después.
Por entonces colaboró en el periódico “Ambigú”, y luego fundó el “Teatro de Opinión” donde escribe sobre americanismo y federalismo doctrinario. Será federal convencido toda su vida y eso lo acercó a Juan Manuel de Rosas, circunstancia que no ha sido rectamente interpretada por alguno de los infaltables detractores.
Pero no es solamente la política lo que lo atrae, las ciencias naturales concitan profundamente su atención, en particular desde el ángulo poco conocido aún en nuestro medio de la paleontología. En sus paseos por el valle del Río Luján encontrará después restos fósiles que definirán, como veremos, ese matiz de su vasta cultura.
La enfermedad a que hemos aludido le obligó, bien a pesar suyo a rehusar el 24 de noviembre de 1824 el cargo de cirujano del Fuerte Independencia, hoy Tandil; marchando en cambio al de Chascomús, donde encontró e hizo reconocer al año siguiente los restos del Dyasipus giganteus. Al mando del regimiento de Coraceros de Buenos Aires, recientemente creado, acampaba en el lugar Juan Lavalle, con quien Muñiz entabló una gran amistad, al punto que ese jefe mandó construir un rancho para el facultativo, contiguo al suyo, como distinción a su persona. Eran tiempos en que Martín Rodríguez, Felipe Senillosa, Rosas y Lavalle, por nombrar algunos habían ganado tierras al indio, con una línea de fronteras que incorporó 4.000 leguas, que se poblaron con estancias.
Volviendo al dyasipus giganteus o tatú fósil que encontró entonces, se empeñaba en armarlo con las 40 piezas óseas de las patas encontradas. Imitaba en eso al gran Cuvier, genio de la reconstrucción anatómica de los esqueletos con un mínimo de piezas por la correlación de tamaño y forma entre ellas. Extraordinaria tarea que pone a prueba la paciencia y el celo del investigador. Calla silenciosamente su descubrimiento, ni siquiera escribe una comunicación para leerla en la Academia de Medicina, de la que era miembro, ya que su modestia le hace dudar de su pleno dominio de la ciencia paleontológica.
Sólo trece años después, en las márgenes del Pedernal, afluente del Santa Lucía de la Banda Oriental, Alcides D´Orbigny encuentra los restos de otro ejemplar a quien bautiza con el citado nombre de dyasipus, descripto en Francia por el ya mencionado Cuvier en sus Lecciones de Anatomía Comparada.
Una artículo publicado en la Gaceta Mercantil, en enero de 1847, con la firma de “Dos federales amigos de la Justicia y el Mérito”, restablecen con abundancia de pruebas la prioridad de Muñiz en el hallazgo del fósil, salvando el anónimo en que había incurrido al no publicarlo en su oportunidad. Por esa época su fama había llegado hasta el gran naturalista inglés Charles Darwion, quien en carta del 26 de febrero de ese año, le pide informes sobre la materia y estampa esta frase, que es una verdadera consagración: “No puedo adecuadamente expresar cuanto admiro el continuado celo de Ud. colocado como está, sin los medios de proseguir sus estudios científicos y sin que nadie simpatice con Ud. en los progresos de la historia natural. Confío que el gusto de sus tareas le proporcione algún premio para tantos esfuerzos”, a la vez le ofrecía “servir a Ud. de algo, me será grato hacerlo”.
Respondiendo a un consejo de Rosas, Muñiz le envió en once cajones los restos de megaterios, elefantes, mastodontes, toxodontes, orangutanes, gliptodontes y milodontes. Pensaba que se entregarían al Museo de Historia Natural creado por Rivadavia, pero el gobernador decidió obsequiárselos al almirante francés Dupotet, jefe de la escuadra surta en las aguas del Plata, quien los remitió a París donde fueron ubicados y estudiados en las colecciones de esta ciudad. Esto no desanimó a Muñiz y el fruto de sus trabajos desde entonces los donó en 1857 al Museo de Historia Natural de Buenos Aires.
Muñiz comparte con Ameghino el primado de esta clase de estudios en el país, ambos trabajaron carentes de todo auxilio, elementos indispensables e información completa, guiados sólo por su genio. Muñiz quedó fiel a la teoría de Cuvier, refutada por Lamarck, en cambio Ameghino se enroló decididamente en la teoría evolucionista y creó la Filogenia que, pese a las críticas y objeciones de que ha sido objeto, conserva la jerarquía de un verdadero monumento científico.
Veamos ahora su labor como médico. El 12 de agosto de 1826, Rivadavia extendió a Muñiz el despacho de médico y cirujano principal, título con el que acompañó al doctor Francisco de Paula Rivero en la campaña al Brasil, donde desplegó sus excepcionales cualidades de profesional, de hombre y de patriota que habría de reproducir, como veremos después, en la campaña del Paraguay. Por su comportamiento en la batalla de Ituzaingó, ambos profesionales merecieron una recomendación “por el esmero y actividad con que han asistido a los heridos del ejército, así como sus enfermos en toda la campaña, hace el más bello elogio del cuerpo de cirugía”.
Mientras estaba en el frente quedó vacante la Cátedra de Partos y Medicina Legal, la que a pesar de revistar en el frente y sin perjuicio de continuar solicitó. El general Alvear jefe del ejército en campaña, elevó el pedido de Muñiz, agregando además que “los servicios que hasta ahora ha prestado lo hacen digno de la consideración del gobierno y se atreve a decir que lo cree digno de que se le conceda lo que solicita”. Dictó la cátedra hasta 1850 en que se cerró y fue el ministro Vicente Fidel López a la caída de Rosas, quien se apresuró a designar nuevamente a Muñiz como titular de la misma.
De Chascomús pasó a Luján con el cargo de “Médico de Policía y de la Vacuna”, como estrecha base económica de su subsistencia. El 10 de abril de 1835 atendió en la prisión del Cabildo el nacimiento del hijo primogénito del general Paz, como cuatro años más tarde luchó denodadamente contra la enfermedad de su madre doña Tiburcia Haedo de Paz, sin lograr salvarla.
En esos años de largos estudios, terminó en 1847 su obra “Apuntes topográficos del territorio y adyacencias del centro de la provincia de Buenos Aires”. Rectificó en algunos conceptos la teoría de Jenner sobre la vacuna antivariólica, derivándola directamente del ganado vacuno y no del caballar como se sostenía. El estudio lo realizó en base al descubrimiento efectuado en una de la hacienda del estanciero de Luján, Juan Gualberto Godoy. Esto permitió desde 1841 extraerla directamente de la raza bovina, aumentando en forma extraordinaria la rapidez y baratura del empleo de ese medio preventivo que aplicó con éxito en la zona, al decir de Enrique Udaondo. En 1844 publicó un folleto sobre la escarlatina, que hacía estragos en la niñez entonces, sobre los casos observados en la Villa de Luján; donde sostiene la necesidad de mejorar las condiciones higiénicas tan precarias. Estudió los efectos del éter y del cloroformo como medios de atenuar el dolor en medio de las intervenciones quirúrgicas.
Una la practica de la época consistía en exponer los cadáveres de personas desconocidas, bajo los portales de los Cabildos, para identificar al difunto y a veces para pedir limosnas para su entierro. Entre los varios casos en los que Muñiz intervino, figura el de un hombre asesinado en la chacra a cargo de Cristóbal Martínez, al cual examinó, informando al comisario “He reconocido el cadáver que está en los pórticos del Cabildo, el cuál tiene dos grandes heridas hechas con instrumento cortante y punzante”. Con motivo de este crimen, en que el individuo fue salvajemente degollado, Muñiz escribió un dictamen que fue publicado en encomio por el jurista Benjamín Gorostiaga.
En lo personal el 30 de setiembre de 1828 había casado con Ramona Bastarte y Druám, natural de Cerro Largo en la Banda Oriental. Fueron padres de Carmen, Ramón, Adelaida, José María, Bernardina y Francisco Javier.
Al producirse la caída de Rosas, Muñiz mantuvo decididamente su filiación federal, pero sintiéndose porteño ante todo, adhirió al grupo que acompañará al presidente Mitre, en oposición a Urquiza. En ese concepto fue elegido diputado a la Legislatura en 1853 y senador al año siguiente. En 1859 tenía 64 años, no obstante su prestigio de hombre de ciencia, ofreció sus servicios durante la campaña de Cepeda, instaló su hospital en San Nicolás de los Arroyos pero fue herido y prisionero de las tropas de Urquiza, tema que trataremos en otro artículo, lo mismo que su acción en la Guerra del Paraguay.
Muñiz vivía en la calle San Martín 206, de la antigua numeración, a la altura de Lavalle Rodeado de una numerosa familia, antiguos alumnos, viejos camaradas y una larga fila de viejos pacientes que lo visitaban continuamente hacían más llevaderos sus días después de la muerte de su mujer. En 1869 se había retirado como catedrático y pasaba temporadas en su campo de Luján o en la quinta en los suburbios de la ciudad en la calle Santa Fe, al llegar a Río Bamba.
Cuando la epidemia de fiebre amarilla, estaba retirado en Morón rodeado de hijos y nietos, fuera del área de contagio y ofreció su hogar como refugio de algunos amigos, entre ellos el joven Francisco López Torres, que se trasladó y allí se le declararon los síntomas de la enfermedad. Lo asistió solícitamente y murió en sus brazos.
Muñiz víctima de mal murió en la tarde del 8 de abril de 1871, en pleno apogeo de la epidemia. La muerte fue a buscarlo a la intimidad del hogar, inmune al peligro que su generosidad había convertido en asilo de amigos. Sus restos fueron inhumados el 9 en el cementerio del Sud, y trasladados luego a la Recoleta, donde la gratitud familiar le ha dedicado un bello monumento y la posteridad le ha rendido merecidos homenajes.
Uno de sus retratos más difundidos que ilustra esta nota, lo presenta en la augusta serenidad del anciano que ha cruzado las contingencias del acontecer humano sin mancharse a la manera del ibis, el ave legendaria de la pureza entre los egipcios. Su caballera y su barba blanca, simbolizan esa majestad de armiño de su soberanía moral. La mirada suave y mansa parece dilatarse hacia lejanos horizontes de grandeza con ansias de espacio y elevación.
Los cordones y medallas, cuya presencia debida probablemente a la insistencia cariñosa de sus familiares, que vencieron su innata modestia, consagran méritos superiores a todo convencionalismo decorativo y el escudo de paño de guerrero cosido en la manga izquierda de su casaca es una lámpara encendida de su argentinidad. Los libros que aparecen detrás salieron de su mente y de su pluma, y el paño recogido del cortinaje que hace de fondo, le abren de par en par las puertas de la inmortalidad.
* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación
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