Aborígenes Qom, sobreviven en Rosario.- 09 - 04 - 2020.-


La Capital. Jueves 09 de Abril de 2020.- por Laura Vilches.

Vivir aislados, realidad de los barrios qom  viene de mucho antes del

 coronavirus

En las comunidades de la Travesía y de Roullión la preocupación pasa por
 los problemas de siempre, que anteceden a la llegada del virus: agua estan
cada, falta de trabajo y comida, abundancia de basura y ratas. Cómo viven
 y cómo sobreviven más allá de la pandemia.
“¡Qué coronavirus! A nosotros nos preocupan las ratas que acá son más grandes que los conejos. Por más que ponemos carteles y limpiamos la gente te tira la basura en el frente de la casa”. Dice resignada, a las 11 y sentada al sol en una vereda del barrio qom de avenida Travesía al noroeste de Rosario, Mercedes Aguirre, de 36 años y madre de cuatro hijos.
No está sola en la mañana de pandemia. La acompaña María Eleonora Sotelo, de 18 años y mamá de Fernando, de 2, que arrastra una mini bicicleta pinchada, sin asiento y pregunta: “¿Mamá, corro una carrera?”. Ante la respuesta afirmativa, sale veloz demostrando a las visitas su destreza.
Sucede que este nenito, como tantos allí, desde diciembre pasado se quedó sin el taller de juegos, cuentos y desayunos que dos veces por semana y desde hace 9 años despliega la asociación civil “Fijando Miradas”.
“Atravesamos muchas crisis pero nunca dejamos de venir a jugar con los chicos, por eso esta semana volvimos un día al barrio para rehacer los vínculos”, dice el profesor de educación física Tomás Eber, quien cuenta cómo será la estrategia de contacto que iniciarán con las familias de los pequeños vía celular.
“Haremos una red de contención barrial desde una aplicación gratuita por WhatsApp”, amplía. Compartirán datos y cuidados de la pandemia a las familias de los chicos, los cronogramas de pagos para los mayores a fin de ayudarlos a cobrar, los datos de los comedores y copas de leche en actividad y también actividades recreativas culturales, musicales y deportivas para hacer dentro de cada casa.
En los barrios de familias venidas hace tiempo desde el Chaco que recorrió esta semana La Capital, tanto en el de avenida Travesía y Juan José Paso como el de Sorrento al 4300, se vive en red solidaria y se comparte hasta la miseria.
Popularmente se denomina “tobas” a estos barrios (aunque la comunidad aclara que así, “frentones”, los llamaban despectivamente los guaraníes).
Al de las casitas que comenzaron a construirse con el frustrado proyecto habitacional de las Madres de Plaza de Mayo, “Sueños compartidos”, se adosaron hace dos años y en paralelo a la vía decenas de familias criollas caídas del sistema y se hacinaron en ranchos de lata y cartones.
En uno de estos “ranchos”, tal como los llaman allí, se las encuentra a Beatriz, de 45 años, madre de 4 chicos, y Mabel, de 42, jefa de hogar que recibe la Asignación Universal por Hijo (AUH) y aloja a su vecina por estar “en la calle”.
Cuando se les pregunta si tienen parejas, Mabel contesta rápido y con sorna: “¡Ni las piernas tenemos parejas! Acá los hombres no existen”, se ríe y contagia a Adelina Altamirano, de 59 años, que pasa caminando cerca con unas plantas de aloe en una mano, “para las arrugas” según aclara, y un machete en la otra, “para limpiar el terreno lleno de yuyos y mugre”.
Si algo los iguala a todos, vivan donde vivan, sean de pueblos originarios o no, es el “aislamiento”. Vecinos y vecinas están apartados de las necesidades básicas para vivir como personas y mucho antes de esta cuarentena preventiva y obligatoria.
Todos en este barrio son parte de la región centro de la Argentina que concentra la riqueza y también la mayor cantidad de pobres e indigentes que migran hacia Rosario en búsqueda de mejores oportunidades de vida.
Quince provincias de las 24 del mapa del país superan la media nacional de pobreza (38%) y doce de ellas están por arriba de la tasa del 40%. Así lo aseguran las cifras del segundo semestre de 2019 reveladas por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censo (Indec) en las que se basó un estudio del Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas fundado por Claudio Lozano.
En Santa Fe hay 1.341.680 personas por debajo de la línea de pobreza (una cifra apenas más alta que la media nacional) y 276.697 en situación de indigencia (cinco décimas por debajo del promedio nacional).
Pero los casos más extremos se verifican en el norte del país, de donde migraron justamente los qom. Los argentinos más pobres están en Santiago del Estero y Misiones, pero también en Salta y La Rioja.
Sin alcohol en gel
En el barrio de Travesía no hay barbijos a la vista ni alcohol en gel ni trapos embebidos en cloro. Pero tampoco abundan las dentaduras completas, ni una alimentación que salga del mate dulce, las harinas y las frituras.
Sí hay muchas mujeres al frente de los hogares, varones desocupados y jóvenes con problemas con el consumo de alcohol y drogas, como en tantos otros barrios de la ciudad.
En este vecindario de visible pobreza urbana no se escuchan las palabras más repetidas por estos días: cuarentena, pandemia, coronavirus, clases virtuales, distanciamiento social o lavarse las manos por veinte segundos.
Tampoco se oye hablar qom, salvo que alguien lo pida. Sí se repiten en español las palabras de siempre: falta de trabajo, cirujeo, changa, cartonear, copa de leche, basura, frío, nada que comer y canas, en referencia a la policía, además de tres expresiones que suenan como la Santísima Trinidad: sin agua, sin luz y sin un mango, que se vuelven tangibles sólo con caminar las calles.
Allí andan personas, gatos, perros huesudos y gallinas, como si un virus no tuviera insomne al planeta entero.
Acá nadie denuncia a nadie
En Travesía algunos charlan en una esquina como si nada, nadie guarda entre sí los dos metros de distancia, pero tampoco nadie denuncia a nadie. Esa función es de la cana, aclaran al referirse a la policía.
Desde el Ministerio de Seguridad y la Fiscalía General se informó que Santa Fe lleva detenidas al 7 de abril a 10.554 personas (algo más de 500 por día, aunque 300 menos que al 22 de marzo).
Un caudal de personas que no necesariamente terminaron con una causa penal. De ese total, la mayoría son de Rosario: suman más de 4 mil.
Algunos vecinos acusan por lo bajo a los agentes de seguridad por hostigamiento y abusos a los barrios populares.
Desde La Poderosa, la organización social villera nacional con representación en Rosario en barrio qom Los Pumitas al norte, Empalme, La Cariñosa (Avellaneda y Circunvalación) y Camino Muerto (Baigorria) apuntaron a otros casos de disciplinamiento popular por parte de la comisaría 12, cercana al barrio (Solís y Casilda, barrio Ludueña).
En esa dependencia detuvieron el 28 de marzo a Alejandro Gómez y Franco López. Los desnudaron y golpearon. El 1 de abril, a Nahuel Aguirre lo arrastraron y depositaron en el patio y bajo la lluvia en la misma comisaría. A Rodrigo y Alan los interceptaron en Empalme Graneros (Génova y Chaco), los pusieron de rodillas y patearon en las costillas.
También la concejala y presidenta de la comisión de Derechos Humanos del Concejo Municipal, Susana Rueda, denunció abuso policial en los barrios tobas y Las Flores.
“Un grupo de jóvenes incluidos en el Plan Nueva Oportunidad salió a cobrar los 2 mil pesos del programa, los interceptó la policía cuando estaban yendo al cajero automático, los hicieron tirar al piso y detuvieron, hasta les quisieron sacar el dinero pero ante los gritos de los jóvenes y la intervención de los vecinos eso se evitó, pero se los llevaron detenidos igual”, afirmó Rueda.
El defensor regional de Rosario, Gustavo Franceschetti, ya había labrado hábeas corpus por los apremios en la comisaría 32° del sudoeste (calle 1731 al 7000), donde hubo 29 personas hacinadas por más del tiempo reglamentario.
Violencia adentro de las casas
Que les digan a los que acostumbran a vivir en comunidad con todos sus adultos mayores y niños, aunque sea apretados, que se metan adentro por días y semanas, es como que les hablen en chino mandarín, el idioma de donde brotó el virus.
La comisión del barrio “Lma na alhua” avisó por WhatsApp a los vecinos que podría haber casos de Covid-19 y pidió a todos “quedarse en sus casas”, pero la gente sale.
Se resguardan de a ratos y “cuando vuelan las balas de la policía”, dice alguien mitad en broma mitad en serio. Y lo hacen no porque sean “inconscientes”, “insensibles” o “inhumanos”, como muchos por desconocimiento de clase o gusto a la condena los suele calificar, sino porque “es necesario salir a buscar qué comer y, además, el que enferma adentro contagia a varios más”, asegura casi como una especialista en epidemiología María Fleitas, de 37 años.
Eber, el profesor del taller de juegos, agrega: “A veces las peores cosas justamente pasan adentro de las casas”.
Entre esas peores cosas están la agresión intrafamiliar o los femicidios, pese a que la concejala peronista Norma López, quien lleva el mapa de estos asesinatos en de Santa Fe, aseguró a este diario: “Los femicidios no aumentaron en la pandemia pero suponemos que la cuarentena esconde la violencia familiar que sigue y que las mujeres no pueden denunciar como antes al no poder salir de sus casas”. Por eso valoró la posibilidad de que las mujeres, que puedan estar conviviendo junto al agresor, llamen “rápido” al 144 que atiende las 24 horas y los 365 días del año.

También hay contención municipal para la violencia LGTBI: las emergencias al 911, que atiende todos los días las 24 horas, al 08004440420 y o al WhatsApp +5493415781509 (sólo texto).
Indómita luz
Rogelia Castillo, de 67 años, viuda, varias veces madre y abuela, nació en la chaqueña localidad de Las Palmas. Y la “indómita luz” se hizo carne en su historia, como dice Charly García en “Rezo por vos”.
Sucede que esta mujer morocha y con anteojos de pasta proviene de la localidad que fue la primera en el país en tener una red de energía eléctrica gracias al ingenio azucarero de los hermanos Hardy.
Pero hoy Rogelia vive en el 2057 del Pasaje 703 de Rosario y sin luz desde el 8 de marzo (se la presta su vecina Eugenia).
Además cuenta con una presión de agua mínima en sus canillas y un charco de media cuadra de agua espesa como un caldo: verde y estancada frente a su casa desde hace dos meses.
“Si no nos mata el corona nos matará el dengue”, aventura su hijo Adán, quien trabajaba como seguridad hasta antes de la pandemia y ahora, “parado”, comparte la pensión de 12 mil pesos de su mamá.
Aun con todas esas dificultades, el piso de la cocina de mosaicos blancos de Rogelia está pulcro. Cocina guisos y tortas fritas y ruega que alguien se ocupe del agua estancada, así la Empresa Provincial de la Energía (EPE) puede arreglarle la luz.
Dice que esas fueron las razones que le dieron los operarios que “aparecieron un día y se fueron”, literalmente sin reparos.
Feria en casa y cirujeo
Frente a su casa vive otro hijo de Rogelia, Ricardo, de 32 años, quien desde que se instaló la pandemia monta como tantos más una “feria” de venta de ropa y todo objeto vendible en la puerta de su casa.
Junto a Nilda, su mujer de 35 años, y el hijito de ambos, Jeremías, de 4, sobreviven con el cirujeo y el puesto que instalan en la feria de Gorriti y Vélez Sardfield, a varias cuadras de allí, cada miércoles.
Como por ahora no se puede “feriar”, dicen, exhiben en mesas puestas en la vereda los objetos que suelen donarles o regalarles. Un mercado informal y cerrado de vecinos que les venden a vecinos.
Vaqueros de adultos a 50 pesos, buzos de niños a 30. A 10 pesos más los que tienen capucha, termos a 100 pesos, un reloj de pared a 50 y cuadros a 30 pesos.
Pero el cirujeo, el tradicional oficio de familias enteras, sigue como siempre. Desde el mediodía salen con sus carros hombres, mujeres y niños a caminar por los barrios donde hay basura que puede transformarse en mercancía.
El acopio queda exhibido en grandes bolsones a la espera de que abran los galpones de reciclado que les compran el miserable patrimonio.
“En avenida Alberdi encuentro cartones, diarios, revistas, papel blanco, cobre”, dice Matilde Sosa, mamá de Nilda y consuegra de Rogelia. A Matilde le cuesta recordar su edad, por eso se la sopla su nieto: “52” le dice él y ella repite.
Es que esto de saber las edades para conocer a una persona no es propio de los qom, que tienen más registro oral que escrito de su cultura.
Tampoco es propio de esta cultura colorear las lechuzas, manos y tatús, que son íconos de su artesanía en cerámica y que venden niños y adultos por las calles.
Pero el sincretismo y la necesidad, una vez llegados a la ciudad, hizo que todo se acomodara al gusto de los clientes. Una transculturación que llegó incluso hasta los colores flúo.
Las tres mujeres (Rogelia, Nilda y Matilde), tímidas y de pocas palabras con los desconocidos, comenzaron a alfabetizarse hace pocos años en el barrio.
Matilde contó en esas clases que su abuelo Felipe era curandero. Ahora, para espanto de cualquier infectólogo, no habla de cloro ni alcohol para limpiar el virus, sólo de “perfumina y detergente”.
Cuenta sin reparo que sus recursos de asepsia son “unas gotitas de aceite de oliva en la ventana, en el baño y en la cocina, para que no entre la enfermedad”, y confiesa que jabón para manos no tiene.
“Si vendo algo me compro”, promete como toda persona que por estos días no cuenta trabajo ni salario. Para Matilde la vida no tiene mucha vuelta. Si vende come: y tal vez se enjabonará las manos, en los segundos que le salga agua de las canillas. Si no esperará otro día, y otro, y otro más.
Sahumar con palo santo
“Laah’”. El saludo de “buen día” no lo enseña sino lo “comparte” la traductora del idioma qomlaqtaq y productora de arte municipal Ruperta Pérez, madre de cinco hijos, de pelo renegrido, brilloso, trenzado y colorido, y de alegre ropaje desde el cuello a los pies.
Ella vive en otro barrio toba, al sudoeste de la ciudad, en el de “Rouillón”, como se lo conoce. Allí históricamente hubo problemas de agua potable a pesar de la presencia del tanque ubicado en esa avenida y la calle Maradona.
El agua, según los vecinos, no llega a todos, que cada vez son más. Y si llega “tiene gusto a sal”, dicen con desagrado.
Eso sí, se naturalizó hace tiempo la presencia de canillas comunitarias. Pero en esta pandemia y ante la insistencia del lavado de manos, la imagen es una prepotencia inaudita.
Ruperta habita una casa amplia que se nota fue hecha por la familia. Tiene una cocina grande, tres habitaciones, un baño adentro y otro pequeño afuera, en un patio lleno de plantas, ropa tendida y un árbol que se trajo de Chaco: el “mapic”, con el que siguió cocinando acá el chocolate que extrae de las chauchas.
En la casa viven 12 personas, entre hijos y nietos. Pero también es su base de distribución de alimentos a la comunidad contabilizada en el Registro Unico de Comunidades Aborígenes.
Desde la entrada, Ruperta y su hija Ana reparten bolsos y cajas de comida que les dejó el Ejército como parte de un operativo conjunto entre Nación, provincia y municipio.
Las mujeres del barrio en general son las que se acercan a retirar fideos, arroz, salsa, leche en polvo, yerba, aceite, azúcar y otros alimentos. De Ruperta depende que 460 familias numerosas tengan algo para llevarse a la boca en estos días.
La mujer nacida en El Impenetrable chaqueño vive ahora a dos cuadras del Centro de Salud “Toba”, que el mediodía que se hizo esta nota no paró de atender vecinos de toda edad desde la puerta y tras los barbijos.
Una médica le explicó a una mujer con un bebé a cuestas qué antibióticos tomar ante una infección de mamas que la tenía “muy dolorida”, mientras una enfermera escuchaba las múltiples consultas sobre la vacuna de la gripe.
“Hoy ya salimos pero quedáte tranquila", le respondió a una jovencita. "Iremos por tu casa a vacunar a tu mamá, se van a dar cuenta porque un enfermero que tiene voz potente va gritando: ‘Vacunaaaaasss’”. La enfermera dramatizó a su compañero y se ganó la sonrisa de varios.
Al equipo sanitario lo completaban dos administrativas que anotaban los medicamentos otorgados a los vecinos en una planilla, una mujer de limpieza (que trabaja 12 horas, hizo un curso especial por el coronavirus y cobra sólo 80 pesos la hora) y un agente de convivencia que se comunica con los pacientes generalmente en la sala de espera, y por estos días en la vereda.
“Acá este rol es vital porque muchas veces la gente de la comunidad viene al centro de salud, se sienta y si alguien no les pregunta qué necesitan, no hablan, entonces yo me acerco y dialogo con ellos”, dice Gerardo, un joven del programa Nueva Oportunidad.
En este barrio, como en el de Travesía, se oye y se ve que llega ayuda a través de organizaciones de la economía popular, partidos políticos, asociaciones civiles y los tres estados en forma de bolsones y cajas.
Además todos hablan de la existencia de comedores, merenderos y copas de leche que funcionan hasta en casas de los propios vecinos.
También se constata que circula la AUH y la Tarjeta Alimentar. Pero la pobreza estructural tiene sello en ambos barrios: nada alcanza y lejos se está de lo que simplemente sería “normal” en otras familias.
Ruperta aclara que no “enseña”, que en su comunidad siempre se “comparte” y por eso compartirá con este diario otra manera de exorcizar al virus: “Sahumando con palo santo”.
Apela a la técnica ancestral para limpiar el hogar y “tranquilizar la cabeza y dormir mejor”. Lo hace a veces en medio del “tamnagác” (ritual) que realiza cinco veces al día, donde adora al “nalaq’” (sol), a la “avoht” (lluvia) y al “na l’at” (viento).
“Porque alumbran, lavan y soplan llevándose las angustias y tristezas y nosotros siempre adoramos la naturaleza”, dice la mujer.
Aunque en los barrios qom todo puede ser peor. El epidemiólogo de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario (UNR), Ernesto Taboada, señala que por ahora el virus se desplaza a sus anchas entre quienes viajaron o estuvieron en contacto con ellos.
Pero cuando se “acomode” en los barrios populares todo será más difícil. Será como retroceder en la historia 528 años, cuando el hombre blanco europeo les trajo sus enfermedades a los aborígenes de América.

No hay comentarios:

Publicar un comentario