Un Jesuita irlandés, Tomás Fields, en Paraguay.-11-04-2020.-

Un jesuita irlandés, Tomás Fields.

El primero de ese origen en estas tierras, asistió a los habitantes del Paraguay en la letal epide
mia de 1590.
Nuestro inolvidable y querido maestro, el R.P. Guillermo Furlong S.J, afirmaba queTomás
Fields fue el primer irlandés que llegó a nuestras tierras. Había nacido hacia 1549 en Lime
rick, hijo de Guillermo, un médico católico como su mujer, que había obtenido la English
 Liberty para sí y para sus hijos.
Cuando nuestro personaje contaba apenas 12 años llegó un sacerdote de la Compañía de Jesús, el padre David Woulfe, oriundo de esa ciudad, que atravesaba en esos momentos la persecución religiosa, a quien San Ignacio había admitido entre los suyos por creerlo “un irlandés de grandes esperanzas”. No erró en su profecía ya que había vuelto a su tierra y a su ciudad natal, ya que lo había escogido el Papa para una embajada secreta ante los católicos irlandeses. Woulfe fundó una escuela de gramática allí y puso al frente de la misma a dos padres, al inglés Goods y al irlandés O'Donnel. Fueron ellos los que formaron al joven Tomás, quién pasó después a París y finalmente a Lovaina, donde se graduó de Maestro en Artes (filosofía). Allí se reencontró con el padre Good, quien sin duda influyó para que en ese año de su graduación, 1574, pidiera ingresar a la Orden de San Ignacio.

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En febrero del año siguiente estaba Roma y de allí, a los cuatro meses, el joven novicio fue enviado a Brasil. Junto con otro novicio, Juan Yates, el 28 de abril de ese año pasaron en su marcha para tomar el barco por Santiago de Compostela, pero debieron aguardar en conseguir la nave y ese tiempo lo aprovecharon en Lisboa para estudiar teología en la Universidad de Coimbra. Por dos años estudiaron hasta que debieron abandonar las aulas para embarcar junto a un grupo de padres y hermanos jesuitas, que el 31 de diciembre de 1577 llegaron a Brasil, donde finalmente fue ordenado sacerdote.
Largos años misionó en Bahía, San Pablo y San Vicente, en donde mereció el reconocimiento de sus superiores.

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En 1584 se celebró en Lima el Concilio Limense, al que concurrió el obispo del Tucumán, fray Francisco de Victoria, quien trató a los padres jesuitas residentes en esa ciudad y se empeñó ante el Provincial en llevar a algunos miembros de la Compañía a su diócesis. Junto con otros compañeros españoles, italianos y lusitanos, Fields fue elegido para integrar ese grupo cuando se hallaba misionando entre los indios tapes. Tanta importancia le dio el obispo a la venida de estos religiosos que envió a dos personas de su confianza y fletó un navío especialmente para que los trajera desde Bahía.
Existe una relación de ese viaje que da argumento para una película por las peripecias que pasaron, desde que se hicieron a la mar el 20 de octubre de 1585 hasta que en enero de 1587, después de haber sido atacados por piratas en el Río de la Plata, desembarcaron en el puerto de Buenos Aires.

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En aquella pobre ciudad, que no llegaba a 550 habitantes, el padre Fields y sus compañeros fueron socorridos por los vecinos, entre los cuales se encontraba el obispo del Paraguay, monseñor Alonso de Guerra. A pesar de los pedidos para que se detuvieran un tiempo, siguiendo las instrucciones del Padre Provincial, siguieron a su destino. Caminando hacia Tucumán debían encontrarse con otros misioneros que venían del Perú y hubo una duda sobre a que Provincia Jesuítica pertenecían los padres venidos del Brasil: se sostuvo que a la de Lima. Sin embargo uno de los sacerdotes venidos de esa ciudad, el padre Angulo, que hacía de superior, al notar que Fields y otro religioso de apellido Ortega conocían el idioma guaraní, decidió enviarlos a la Asunción del Paraguay.
Así llegaron a esa ciudad, un mísero fortín rodeado de algunas chozas resguardadas por una triste empalizada, y a poco partieron al interior para asistirn espiritualmente a casi 250.000 indios que abrazaban la Fe que predicaban. Llamados de nuevo a la ciudad, cuando llegaron “coincidieron con la terrible epidemia que recorrió todo el continente americano desde Cartagena al estrecho de Magallanes –escribe el padre Furlong- y fue una de las más terribles que azotaron el Nuevo Mundo”. Sólo en Asunción y alrededores murieron más de 2000 indios, llegando a fallecer de a cien en un día.

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Escribe el padre Lozano en su Historia: “Nadie creyera que la epidemia, sino contagio, pues consumía familias y ciudades enteras… antes de declararse totalmente el rigor de la epidemia, a los primeros indicios, previnieron los Padres a los ciudadanos para que se ajustasen con Dios las partidas de su conciencia, con buen logro de este anticipado aviso; porque muchos hicieron luego confesiones generales de toda la vida, ordenaron su testamento en salud, hicieron gruesas restituciones, y no pocos tomaron estado… Sucedió no pocas veces ir llamados a alguna casa y encontrarse con siete, ocho y tal vez catorce heridos de la peste, con peligro próximo de rendir los últimos alientos, sin hallarse persona alguna que les asistiese en la cosa más leve; pero los padres negociaban con personas piadosas, que los tomasen a su cargo, y curasen con caridad cristiana los cuerpos, después que les aplicaban los remedios más oportunos para la curación del alma”.
Y continúa: “Día hubo que les fue forzoso dejar de celebrar el santo sacrificio de la Misa, por no dar tregua a los demás ministerios de los enfermos…, por no faltar a los prójimos en obras de caridad tan heroica y con el trabajo del día se continuaba el de la noche, que pasaban en vigilia por la misma causa. Más de 15.000 confesiones oyeron en todo el tiempo de la peste, que duró más de ocho meses, preservándoles el cielo de todos los peligros, que son tan frecuentes y ciertos en tales circunstancias, para alivio de aquella tan afligida república, y de sus pueblos comarcanos, donde iba haciendo el mismo estrago que en la ciudad, y aún mayor, por el mayor desamparo en que vivía aquella gente miserable muriendo sin remedio humano… Quisieran multiplicarse los padres para asistir en todas partes”.

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Por si esto en la Asunción no fuera suficiente, pasaron a las poblaciones de Ciudad Real y Villarica, desde donde les enviaron mensajeros “implorando humildes su piedad para que compadecidos de su aflicción pasasen a favorecerles en aquel apriete y a socorrerlos…”. Llegaron a Ciudad Real el día de Navidad de 1590 y estuvieron allí por cuarenta días, bautizando a más de mil indios, confesando a mil quinientos y  casando a ciento cincuenta. Llamados de Villarica por los mismos estragos, fue el padre Fields solo y poco después se le unió el padre Ortega. Dejaron este testimonio de ese lugar: “Días hubo en que llegaron más de mil personas de diferentes partes en demanda de los dos misioneros y a todos procuraban satisfacer…”. Hubo días en que bautizaron a 6.500, pero fallecieron 4.060, murieron 2.000 que acababan de bautizarse, “de los que fenecieron en los ríos y provincias pobladas de innumerables moradores, no alcanzó el guarismo a hacer el cómputo aunque se puede colegir cuán considerable suma sería”.
En aquellos tiempos la “peste”, como se la llamaba, azotó el Paraguay. Hoy vuelve a repetirse de distintas formas y bueno es evocar a este religioso irlandés, el primero de esa colectividad en esas tierras, que con absoluta entrega se brindó generosamente en la terrible epidemia que azotó aquellas ciudades. Field además redactó el “Catecismo” en lengua guaraní y llegó a crear el Colegio de la Asunción. Olvidado por sus superiores, con poca compañía, murió en 1625.

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Seguramente, después de esta pandemia la embajada de Irlanda, la Asociación de Estudios Irlandeses del Sur y la Academia Paraguaya de la Historia podrán evocarlo en un acto con las autoridades y miembros de la comunidad irlandesa para rendirle homenaje a un verdadero benefactor de la Humanidad.  El padre Nicolás del Techo S.J.,  escribió de él: “En su vejez solía decir a sus confesores que era tan puro como al venir al mundo; el celo por la salvación de las almas, su gran amor a la disciplina religiosa y la oración continua. Dio pruebas de su modestia, al no hacer caso del olvido con que le tenían sus superiores, mientras vivía entre los bárbaros, sin que lo propusieran para los votos solemnes, los cuáles hizo por fin, a los cuarenta años de iniciar en la Compañía. Hasta los 80 de su edad no probó manzanas, uvas y otras frutas de los huertos, cosa incomprensible en un clima tan ardiente; Dios le habrá recompensado en el cielo”.
* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación y correspondiente de la Academia Paraguaya de la Historia. Miembro de la Junta de Historia Eclesiástica Argentina y de la Asociación de Estudios Irlandeses del Sur

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